No me asustan
los desvíos, los puentes,
sólo quiero seguir
acercándome, acercándome
puedo encontrar ese paraíso
acercándome, acercándome
—Soda Stereo, En camino
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La Subida del Comal, de La Mezquitera a Valle de Vázquez.
III. El ángel exterminador de Ixtoluca
Una fuerza extraña nos impedía salir de
la ex hacienda el segundo día. La noche en el patio hubiera
sido muy agradable, de no ser porque las quemaduras en la piel a causa de la
irritación por el sol hacían insoportable tener una camiseta encima y porque
los gallos, que trabajan incansablemente los 365 días del año, me obligaron a
madrugar.
Dispuesto a empacar rápido desde
temprano, me levanté de golpe y deambulé como las gallinas de un
lado a otro para acarrear leña, encender la fogata, hacer avena y café, cargar
agua para lavar los trastes, bañarme, y a empacar todo en las alforjas para
emprender la huida en cuanto los guías dieran la orden. Pero éstos no daban
señales de vida.
Cuando por fin lo hicieron eran entre las
8 y las 9 am. Se estiraban y bostezaban, mientras iban soñolientos de acá para
allá buscando algo para su desayuno. El día anterior, al llegar, ocuparon a sus
anchas una palapa semidestruida, donde alguna vez quizás estuvo el comedor de
un restaurante. Desde que empezó el viaje habían tenido algunas dificultades
con cámaras y llantas que de milagro llegaron hasta la ex hacienda. Cuando
parecía que todo estaba resuelto para partir encontraban una nueva falla en las
ruedas y empezaban de nuevo: desmontar la llanta, revisar la cámara, parcharla,
inflarla, desinflarla… Al principio no me di cuenta, pero luego descubrí que
todo el tiempo permanecieron ahí dentro, como si una fuerza extraña les
impidiera abandonar la palapa. Teníamos que haber salido por lo menos desde
hacía un par de horas, pero ellos seguían sin poder escapar de su buñuelesca habitación conyugal. Algo extraño ocurría.
A eso de las 13 horas por fin salimos de
la ex hacienda. Mi desesperación era tal que, conjugada con la irónica
advertencia de que “lo bueno apenas venía”, en referencia a la parte más pesada
del viaje, comencé a ver con buenos ojos la idea de tomar otra dirección, hacia las zonas bajas –Jojutla y los balnearios de
Tehuixtla y Tilzapotla–. Ante una eventual desbandada, el guía tuvo que echar
mano de sus habilidades retóricas para persuadirnos de continuar con la ruta
programada. No recuerdo exactamente cuáles fueron sus argumentos, pero funcionó.
No contentos con la demora de más de
medio día, bajamos a La Mezquitera para aprovisionarnos de Cocacolas y
Gatorades, en una tienda donde ya el día anterior habíamos comprado toda clase
de chatarra. Finalmente nos disponíamos a partir cuando descubrí que mi llanta
trasera estaba más desinflada que mis ánimos a esas horas. Ya no me quedaba
duda: algo extraño ocurría en ese lugar.
Me dolía la cabeza, me ardía la piel, ya
me estaba dando hambre pero, sobre todo, comenzaba a ponerme realmente de malas
toda esta demora absurda. Me ayudaron a cambiar rápido la cámara ponchada y nos
enfilamos hacia Valle de Vázquez. Antes de entrar en la ruta el guía nos informó:
“Esta es la Subida del Comal. Con este calor ahora van a enterarse por qué se
llama así”. Aquí fue donde empezó a tener sentido la idea de llamarle “Viacrucis bicicletero” a esta
aventura.
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