La Providencia

on jueves, 15 de septiembre de 2022

Dadnos otra vida para no hacernos sentir

que somos algo

que está agazapado y espera,

para conocer el mundo de un modo nuevo

y el valor de abrirnos

como en el campo profundo las raeduras de heno

se abren al hielo que se ahonda despacio;

dadnos el gusto de poder decidir

mientras el viento que enfila por la senda

decide adónde ir


Rita Baldassarri

 


23/12/2021.

Recargué la bicicleta en un escalón frente a la puerta, al nivel de la calle. Me llamó la atención el color de la fachada, el contraste del verde con el anaranjado pálido bañado por el sol vespertino de invierno. El calor pegaba duro cuando atravesé el cerro desde Ilamacingo, por un camino de terracería que me sacaba del pueblo. Tuve que empujar la bici porque, además de ser una subida muy empinada, estaba semipavimentada con cemento y piedra, pero de manera irregular, de modo que se hacía aún más complicada. Después se emparejó y poco a poco fui bajando por la cresta del cerro en dirección, según yo, a Chiltepec, donde pretendía desviarme hacia un pueblo llamado San Isidro Jehuital; pero en algún momento, no recuerdo cuándo, tomé un camino por el que vine a dar sin querer a La Providencia.
 
Me encontraba a unos pasos de la plaza, que quedaba a mi izquierda. Entré por una calle, si pudiéramos llamarla así, que subía desde el río y que más que calle en el sentido en que lo entendería un citadino cualquiera se trataba de un camino agreste, lleno de arena en algunos tramos, socavones y piedras de buen tamaño que daba la impresión de ser el cauce de alguna barranca en época de lluvias. El río como tal estaba prácticamente seco. Se llama Tizaac. Pensé que esto era lo normal cuando me encontré con un hilo de agua, apenas lo suficientemente grande para albergar diminutos peces en pequeños charcos. Recordé otra vez la frase de que no es sequía, es saqueo, cuando me informaron que se encontraba en esta deplorable condición por la construcción de una presa río arriba. He buscado en el mapa pero no he dado con la responsable.
 
Por la derecha se iba a la entrada al pueblo. La plaza estaba vacía, pero en la contraesquina había una puerta abierta, seguramente una fonda, una tienda o alguna oficina del gobierno local. Otro pueblo fantasma. Ya había pasado la hora del calor duro pero todavía era temprano para un cicloviajero, como las tres. Le tomé una foto a la bici ante la fachada de la casa, en la que se alcanza a leer junto a la puerta, en un letrero de bienvenida: La casa de Don Pablo y Tía Lita. Me gustó. No moría de hambre pero debía comer, así que continué mi camino.

En la siguiente esquina, sentado en la pequeña barda de tabicón de una casa a medio construir, un hombre embrutecido por el alcohol de caña conversaba con los amigos imaginarios que fueron llegando a hacerle compañía conforme iba bajándole a la botella. Seguí de largo. Una cuadra después había una tienda. Me acerqué en busca de alimento. Le pregunté a la dependiente, mujer joven, si vendía comida, un guisado o algo por el estilo. Me respondió que no, pero que tenía jamón y pan para hacer sandwiches. Puse cara de fuchi y di las gracias.
 
Afuera de la tienda conversaban un señor y un joven. Comenzaron a interrogarme con las preguntas de rigor acerca de la bici y el viaje: de dónde viene, adónde va, por dónde llegó, qué tal el camino, de dónde es usted, viene cargando todo ahí, etcétera. Comencé a despedirme para continuar la búsqueda de comida, cuando uno de ellos, no recuerdo si el señor o la mujer, me preguntó si no quería esperarme. Una señora mayor, la abuela, había ido por una olla de arroz y ya venía en camino: la familia se disponía a comer. Dentro de la casa había dos señores, mayores, uno más grande que el otro. El menor parecía ser un invitado. El mayor era el dueño de la propiedad, tío de la mujer de la tienda. El hombre que estaba en la entrada era el esposo de ésta, y el muchacho, su hijo. La abuela era mamá de la mujer.
 
El tío contó que vivió muchos años en Estados Unidos. Trabajó cultivando manzanas y otras cosas en varios estados. Pero principalmente estuvo en Washington y en Oregon. Al final decidió regresar a su tierra a disfrutar sus últimos años. Tenía árboles frutales y algunos cultivos en el patio. La casa no era una finca pero estaba grande y bien ordenada. Además del arroz que trajo la abuela, había frijoles y chiles en vinagre. Y tortillas enormes de maíz blanco. Y una Coca familiar.

Antes de empezar agradecieron los alimentos. Me pareció un acto muy auténtico y que tenía completo sentido con todo lo que había venido encontrando en el camino. Estaba conociendo un lugar lejano, donde nunca antes había estado pero que además no tenía idea de su existencia. Había venido atestiguando cosas interesantes, curiosas, siempre agradables, algunas incluso maravillosas e improbables. Cuando amaneció en San Juan de los Ríos, por ejemplo, saqué la cabeza de la tienda y vi en el firmamento sobre la cordillera, donde ya se anunciaba el Sol, algo que parecía el rastro de un meteorito que acababa de caer en la sierra o algún misterioso cuerpo celeste que dejó una estela a su paso. Demasiado grande como para ser un cometa. Según yo los cometas se ven como una estrella diminuta, con la diferencia adicional de la estela, y no es tan fácil captarlos a simple vista. Éste por el contrario se veía muy grande, así que era más probable que se tratara de una vil roca extraterrestre viniendo a parar a este triste planeta. Pero luego dudé, porque según yo justo en esos días estaba pasando cerca de la Tierra un cometa, el Leonard (C/2021). Así que todo era posible. Obviamente en ninguna de las fotos que tomé se ve algo. Así que sólo queda creer que efectivamente ocurrió y que no seguía dormido ni me encontraba bajo los efectos de alguna sustancia psicotrópica.
 
Pero independientemente de sucesos extraordinarios como este, aún mantengo la impresión que tuve en ese momento de que todo cuanto había visto y conocido durante el viaje, algunas cosas más triviales, otras no tanto, era un regalo único, sagrado, para mí, y como tal, digno de ser bendecido y recordado, y de expresar agradecimiento por la gracia de haberlo conocido. Simplemente por eso: haber estado ahí y haberlo visto. Porque a través de todo eso que haya visto se atestigua la grandeza de algo superior, que lo crea. Así que ahora, agradecer porque se tienen alimentos sobre la mesa, justo cuando se tiene mucha hambre, y que esos alimentos le estén siendo también regalados a uno, es lo menos que se puede hacer. Entonces agradecí con ellos, en silencio y con actitud de respeto.

No tenía idea de la existencia de este lugar pero ahora estaba aquí. Imaginé una ruta específica en el mapa, que para mí tuvo algún sentido cuando la elegí, y pedalee en esa dirección. Con el tiempo he aprendido que lo que se ve en el mapa jamás es lo que se ve en el lugar. ¿O cómo decirlo mejor? Quizás esto: al señalar “este lugar” en el mapa uno no sabe absolutamente nada de él, ni tiene idea de lo que es o de lo que podría haber ahí. Luego viene la pregunta de si pasar por un lugar es realmente estar en él o conocerlo. Uno sólo pasa, pero en principio no hay ninguna diferencia entre una cosa y otra porque eso es lo que hacemos todo el tiempo en todos los ámbitos de nuestra vida: pasar. En algunos lugares la estancia puede ser muy larga, semanas, meses, años, pero en otros son sólo unos minutos, y a veces menos que eso.
 
Aquí la sorpresa era que esto no había sido planeado. Me desvié del camino a Chiltepec lo suficiente como para dudar si deshacer lo andado era una buena idea, o me resultaba más conveniente llegar a La Providencia, comer ahí y seguir. Al final una familia me invitó a su mesa, y poco faltó para que me dejaran acampar en su patio. Ahora pensaba en llegar a un hotel. Había uno en Guadalupe Santa Ana. La mujer me vio con cara de extrañeza cuando anuncié mis planes: “En Guadalupe no hay ningún hotel”. Le dije que en el mapa aparecía uno, junto a una gasolinera. Tomó el teléfono y le envió un mensaje a alguien. Al poco rato le respondió: ahí no hay nada. Ni hablar. Tendría que pedir permiso en la Presidencia para acampar cerca del lugar, o donde me dejaran.
 
El tío contó algunas historias de sus aventuras en el norte. Les conté más o menos por dónde había venido, algunas cosas que había visto y por donde pensaba seguir. Cuando iba por el quinto taco, el esposo aprovechó para sacar el ineludible tema de la inseguridad. En los últimos meses dos carteles habían estado disputándose la plaza y todos los días tiraban algún cuerpo en los alrededores. Supongo que me puse pálido al recibir tan buenas noticias, así que se apresuró a aclarar que ahorita ya todo estaba calmado y que no había de qué preocuparse. Vaya, menos mal, porque si no ahorita mismo me regreso por donde vine, añadí. Son muchachos, añadió el señor, que no quieren trabajar. Chamacos de veinte años o menos, como su hijo. Se les hace fácil meterse en eso y así terminan.
Les dije que a mí lo que verdaderamente me daba miedo era toparme con un toro suelto. Al tío le pareció graciosa mi intervención, hombre del campo al fin y al cabo. Pero tampoco tenía ganas de encontrar sorpresas en el camino. Lo que siempre digo es: uno sólo va de paso, no anda buscando problemas, y al final trato de ahuyentar los malos pensamientos recordando lo que decía mi abuelo: el Diablo sabe a quién se le aparece. Espero no estar en su lista de pendientes.
 
Luego de un buen rato de sobremesa me levanté decidido a tomar camino y agradecí sinceramente a la familia su generosidad. Me habría gustado conversar un poco más con el tío y sacarle unas buenas historias de sus andanzas al otro lado.
 
Junto a La Providencia están Mixquitepec y luego Guadalupe. El señor de la tienda me había dicho que en el camino se encontraban las ruinas de una hacienda del periodo colonial. Casi todos estos pueblos, añadió, se fundaron junto a un río por la aridez de la región. Saliendo del pueblo se puede ver la puerta de la hacienda, junto al camino.
 
Llegué a Guadalupe. Me acerqué a la Presidencia para pedir permiso de acampar, en la explanada o donde me lo permitieran. La alcaldesa había obsequiado a sus empleados con una comida de fin de año y en el momento en que yo pasaba frente al banquete les daba un motivador discurso navideño. Una enorme mujer policía hacía guardia frente al cuartel. En sus manos el pesado rifle automático parecía de juguete. Me dirigí a ella pero me remitió al comandante. Apareció un hombre joven, moreno, bajito, ejemplar característico de la Mixteca. Me vio de arriba abajo y preguntó: ¿Qué desea? Le solté el discurso, ya ensayado, de que andaba viajando en bici por la región, buscaba dónde pasar la noche y le pedía permiso para poner mi tienda por ahí en algún rincón. Preguntó con asombro: ¿A poco viene viajando en bici?, ¿desde dónde? Morelos, le dije. Sonrió y volteó a ver a sus subalternos como diciendo: ¡queubo!
 
Para darle formalidad al asunto me pidió una identificación. Le di la credencial del trabajo y en ese momento recordé que la vigencia había caducado. Confié en que pasara por alto ese insignificante detalle. Se metió a la comandancia y luego de un rato volvió y señaló una pequeña explanada en el zócalo, justo enfrente: Te pones ahí donde pueda verte, pero te esperas hasta las siete a que termine la comida, ordenó. Lo que usted mande. Mientras, puedes ir a conocer el pueblo, ahorita la iglesia está bonita, bien adornada. Le dije que me sentaría por ahí a comer algo de fruta porque venía cansado, pero seguro luego iría a verla. Cuando me retiraba la alcaldesa envió a su asistente a preguntarme si no quería un plato de comida. Le agradecí el buen gesto y tomé un poco de refresco.
 
Encontré sombra bajo un árbol afuera de la Biblioteca Municipal. Justo enfrente estaba la Casa de Cultura, pero tenía el aspecto de que nadie pasaba por ahí muy seguido. Mientras remataba las mandarinas que había venido cargando desde Tulcingo del Valle apareció una procesión con flores y velas desfilando hacia el panteón. Quizá los rezos de alguna Novena, porque no vi ningún ataúd de por medio. Me quité el sombrero en señal de respeto. La gente agradece esas cosas y más vale no dar motivo de queja.

Se hacía tarde. La bibliotecaria cerró el negocio, siempre poco demandado y más en estos días de fin de año. La alcaldesa se despidió de sus empleados, abordó la enorme camioneta que su investidura reclama y se retiró. Sólo quedaron los trasnochadores que ya se organizaban para seguir la fiesta en otra parte. Me arrimé para hacerme notar y el comandante, al verme, me dio luz verde para instalarme. Monté la tienda y amarré la bici a la estructura, para asegurarme de que al menos despertaría si intentaba andar sola.
 
Ya entrada la noche, al otro lado de la plaza se oía música a todo volumen, que rivalizaba en intensidad con los rezos de la víspera de Navidad provenientes de alguna casa cercana. Cada tanto una camioneta de buen calado, también con música estruendosa, le daba la vuelta al zócalo. Los agentes del orden ni se inmutaban. También iban y venían motocicletas estridentes, seguramente los chamacos de los que ya me habían hablado. Mientras no pasen a rafaguear, todo bien.
 
Había mucho viento y la temperatura comenzó a caer peligrosamente. Iba a ser una noche larga. Y también incómoda: el colchón inflable ya no respondía igual que el primer día y la plancha de cemento estaba fría y dura. Y para colmo empezaba a sentir hambre otra vez. Para mi fortuna, al otro lado de la plaza se alcanzaba a ver un puesto de tacos sin mucha actividad. Me arriesgué a dejar la tienda y la bici solas por un momento. Volví al poco rato con la barriga llena. Más tarde les llegó la cena a los agentes del orden y desde su puesto de vigilancia me invitaron a acercarme por un taco. Agradecí la oferta y me refugié en la tienda inmediatamente. La actividad nocturna siguió hasta la madrugada, cuando pude conciliar el sueño. Todo indicaba que mañana me esperaría un día muy largo.

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