Por los caminos del sur: 1. De Cuernavaca a Taxco

on domingo, 17 de enero de 2021

 

Es un bello desafío
La selva con la montaña.

1

Jueves 31 de diciembre de 2020. Preparo la bici: tienda de campaña, saco de dormir, dos mochilas de manubrio modelo Sanbernardo, una con ropa y otra con toda clase de chucherías —desde bolsitas de café y palos de ocote hasta un ejemplar de Profanaciones de Giorgio Agamben, disque para leer en un descanso—, una bolsa de cuadro sobre todo con herramienta y otros objetos indispensables para el pedaleo. Encima de todo esto, el infaltable sombrero calentano.
 
Salgo al día siguiente a eso de las 8 am. De último minuto, mi partner de rodadas se decide a escoltarme en los primeros kilómetros.
 
Bajo por Temixco hacia Xochitepec y sigo por la federal hasta a Amacuzac. Como dijeran los clásicos, es pura bajadita desde mi casa hasta aquí. Me detengo en el primer puesto de barbacoa. Se entenderá que, siendo el primer día del año, todo está cerrado o, como se dice rulfianamente, muerto. Consomé y tacos de maciza, refresco, café soluble. En la misma mesa, un lugareño va por el segundo litro de pulque. Mejor hago como que no me doy cuenta porque quiero seguir pedaleando en mis cinco sentidos.
 
A unos pasos de ahí hay un Oxxo®, esos oasis del sujeto urbano postapocalíptico. Entro por agua y un par de barras de granola, y sigo por la libre a Taxco. Se acabó la diversión: aquí empieza la subida, que paulatinamente se vuelve más y más pesada. Cruzo un poblado diminuto y unos kilómetros más adelante llego a Huajintlán. Apenas entro, descubro que mucha gente —que a esa hora ya ha vuelto a la vida luego de festejar el año nuevo— se mueve en bici. Una muchacha, conduciendo a una mano y con la bolsa de las tortillas en la otra, pasa en sentido contrario. Cuando alcanzo la salida del pueblo, un lugareño que cruza la carretera abrazando celosamente sus caguamas me grita a la distancia: «Ánimo, y mucha suerte». Sólo al concluir este primer día comprendo el sentido de advertencia de sus palabras: la chinga que te espera. 
 
2
 
El siguiente pueblo, Teacalco, se encuentra unos diez kilómetros adelante, justo en los límites entre Morelos y Guerrero. Poco antes de llegar hay un zoológico. Sí, todavía existen. Mientras pedaleo por la carretera que domina el pequeño valle donde permanecen los animales en cautiverio, al ver el letrero indicando la entrada recuerdo la escena de las jirafas corriendo por el puente al ser liberadas por el chiflado Jeffrey Goines en Doce monos. Ignoro si aquí hay jirafas, pero ojalá aquí pudieran hacer lo mismo.
 
Al otro lado del valle, en el horizonte, un cerro de formas extrañas cautiva la mirada. Espero no tener que ir hacia allá, me digo. Pero sí, voy en esa dirección. 
 
En Teacalco hay un rancho obscenamente grande. Parece abandonado pero no. En las muchas hectáreas que abarca deambula felizmente el ganado. También hay un avión, estacionado como si fuera un caballo, un vocho o una bicicleta. Un avión. Según entiendo, el rancho es propiedad de un conocido cantautor guerrerense de esta región que, también muy rulfianamente, ya no se encuentra entre los vivos. En realidad la faraónica fortaleza parece ser el producto de alguna riqueza de origen inconfesable. Pero dejémoslo así. 
 
Lo primero que noto al ir pedaleando en la subida es una figura humana alada en uno de los portales. Al aproximarme descubro que se trata ni más ni menos que del mismísimo San Michael, parado sobre la Bestia como si la estuviera usando —a la Bestia— de tabla de surf. Ésta podría ser una reinterpretación no ortodoxa de las escrituras, pienso. El arcángel mantiene un clásico gesto inexpresivo, blandiendo la espada justiciera. Poco más adelante hay otro arcángel, menos conocido, que para variar hace equilibrio parado sobre un animal o algún pecador de la historia. Ignoro quién sea éste.
 
Ahora que recuerdo, es extraño que al principio me haya venido a la cabeza la imagen de la película Doce monos: en ella también hay una pandemia a causa de un virus que acaba con cinco mil millones de personas, en un futurista 1996,  y aparecen en distintas escenas estatuas de arcángeles. Quizá todo esto no sea más que una historia contada por un loco… en bicicleta.
 
Por si las moscas me les encomiendo a las figuras celestiales, porque a la mitad del camino entre una y otra entrada hay un retén de policías estatales —¿de Guerrero?, ¿de Morelos?, ¿del finado Dueño del rancho…?—, que obligan a los vehículos que circulan por ahí a detenerse para poder inspeccionarlos. Paso de largo haciendo un amistoso gesto de saludo a los guardianes del orden, que al parecer no encuentran razones para detener cicloviajeros, lo cual está muy bien. 
 
Un poco más adelante hay un pequeño poblado, Casino de la Unión, y ahí mismo se encuentra la entrada al pueblo de Texcaltitla, por donde se llega al balneario de las Mil Cascadas. Un par de kilómetros después se abre una bifurcación que conduce, a la derecha, hacia las grutas de Cacahuamilpa y hacia Toluca, y a la izquierda, hacia Taxco. Un letrero advierte con claridad que para llegar a este último sitio faltan veinte kilómetros. Veremos.  
 
Vuelvo al tema del cerro de formas extrañas que se veía en el horizonte desde Teacalco. Es algo semejante a una silla de montar, con un gran cerro abovedado del lado izquierdo y una montaña escarpada a la derecha, detrás de la cual, si no me equivoco, se encuentra el pueblo de Cacahuamilpa. El conjunto montañoso no es algo insignificante. Domina el horizonte y sin duda produce una fuerte impresión en quien lo observa. Resulta significativo saber que precisamente en este sitio se encuentran las famosas grutas de la región. Además, como se sabe, éste es el lugar de nacimiento del río más importante de Morelos, el Amacuzac.
 
Hasta ahí todo bien. Lo que no se sabe mucho es que este río nace del encuentro en la superficie de dos ríos subterráneos. Desconozco el nombre de esos ríos, aunque conjeturo que se trata del Chontalcoatlán y el San Jerónimo, dos ríos subterráneos de la región. Pero esto sólo es mi hipótesis: no tengo pruebas pero sospecho que va por ahí. Lo que sí me han dicho es que no hay ningún otro lugar en el mundo donde ocurra este fenómeno tan peculiar. De manera que, desde muchos puntos de vista (conjunto montañoso, cavernas primigenias, ríos subterráneos y superficiales, nacimiento de agua…), este es un lugar muy especial, casi diría mágico, donde confluyen fuerzas telúricas poderosas. Lamentablemente a la gente le interesa más la casa ostentosa y de mal gusto de un cantante ranchero. Me imagino que a los políticos oportunistas no les han faltado ganas de autorizar la instalación de una mina en este lugar. Nunca faltan.
 
3
 
Doce del día. El sol no da tregua. Voy a paso de tortuga, en una subida cada vez más empinada y en un nuevo tramo de la carrera donde pasan cada vez más automóviles y las curvas de pronto se vuelven peligrosamente cerradas y sin acotamiento.
 
Al terminar una curva, al lado del camino, descubro un improbable puesto de aguas frescas. No hay nada más en el lugar, salvo una humilde vivienda de tabicón empotrada en el cerro, unos veinte metros hacia arriba, desafiando las leyes de la gravedad. Atiende una joven que evita la insolación con una sombrilla de playa que cada tanto amenaza con salir volando arrancada por el viento. Tiene sobre una también inestable mesa de plástico dos pequeños botes vitroleros con horchata de avena y agua de piña.
 
Me detengo cansado, recargo la bici sobre las piedras e imploro por un vaso de agua. La vende en bolsa, cinco pesos. Pido de piña. Recupero parcialmente el aliento. La joven me informa que vio pasar cuatro ciclistas de subida. Casqui-likros, conjeturo rascándome la barbilla como detective victoriano. Me pregunta si también estoy haciendo ejercicio o echando carreritas. No, yo nomás ando de paseo, le digo. Me informa también que no es de ahí, que viene de las paradisiacas playas del norte, que tuvo que volver para cuidar a su padre enfermo. Covid-19, pienso otra vez con el mismo gesto detectivesco, y me hago un poco hacia atrás hasta que, según yo, nos separan los 1.5 m reglamentarios. Le informo que yo vengo de Cuernavaca y me pregunta si eso queda muy lejos. No mucho, respondo. Le doy las gracias y me despido. Me echa la bendición y le agradezco. Unos pasos adelante está la entrada al pueblo de Axixintla. Se encuentra en las faldas del cerro, hacia abajo, desde donde emana escandalosamente el reguetón y la banda con los que alguien va sobrellevando la cruda. Vivimos bajo la dictadura del ruido, desde el amanecer hasta que cae el sol.
 
Huyo lo más rápido que puedo. Cada vez que alzo la vista surge una nueva curva. De pronto alcanzo a observar, más arriba, otro cerro, para variar. Sobre él hay unas antenas y debajo sobresale el campanario de una iglesia. Ruego, como siempre, no tener que ir hacia allá. En vano: voy hacia allá.
 
Sigo mi camino avanzando varios kilómetros, quizás otros diez, de relativa tranquilidad, de no ser por el declive infernal. A cierta altura veo un letrero: Chontalcoatlán, 22 km. Si supiera que el camino es de bajada no dudaría en ir por ese rumbo. Pero desconozco hacia dónde me lleve. Sólo atino a pensar, en la monotonía del pedaleo, que quizás ésta sea la capital del pueblo chontal. Conjetura improbable. Después me entero, gracias a Wikipedia, que el término “chontal” equivale a “bárbaro”; pero, al mismo tiempo, que no hay que confundir a los chontales de Guerrero con los de Oaxaca o los de Tabasco. Bárbaros todos, al fin y al cabo, según este apelativo. Y en su propia tierra. Y en cualquier caso, Chontalcoatlán me queda tan lejos como Taxco, así que me apego al plan original y sigo mi camino.
 
Minutos más tarde encuentro otro pueblo escandaloso: Acuitlapán. No sólo escandaloso sino también abundante en basura, coches tuneados, borrachos banqueteros y quién sabe qué más. ¡Qué tiempos aquellos en que el Salvaje era un Buen Salvaje! Seguro el pueblo tiene algún atractivo pero no me detengo a averiguarlo. Aprieto el paso para salir del trance lo más rápido posible. Pero de pronto caigo en la cuenta de que aquí están el campanario y las antenas que antes había visto desde abajo: a un costado del pueblo un cerro de forma cónica me indica que he llegado a la cima. O casi. Descubro entonces haber escalado no sólo este cerro, sino también aquel otro abovedado del que hablábamos antes, que ahora veo hacia abajo. Increíble.
 
4
 
Alejándome de lo humanamente pernicioso el camino comienza a emparejarse, lo cual se agradece. Llego al entronque entre la carretera libre y la de cuota. Debo saber primero qué dirección tomar. Me detengo en el camellón, a resguardo de la sombra. Estoy intentando agarrar señal con el celular cuando de pronto, a mis espaldas, se detiene un automóvil y baja de prisa una mujer. Se inclina hacia la cuneta a mis espaldas y vomita. Respira. Vomita otra vez. Se limpia el hilo de baba con una mano y vuelve a vomitar. Primero no entiendo lo que pasa. Volteo y me doy cuenta. Tengo dos opciones: huir de ahí o aguantar estoico. No estoy dispuesto a abandonar mi sombra, yo llegué primero, que se vaya ella. Pero la mujer no para, parece que se comió un elefante. Me hago una selfie con ella a mis espaldas devolviendo los intestinos. Sube al carro pero diez metros adelante se detiene a repetir la escena. #chingadamadre. Ya tengo algo que contarle a mis nietos. O a los tres fieles likes de mis redes sociales.
 
Sigo por la libre y comienza el descenso. Primero Zacatecolotla. Más abajo Huajojutla, un bonito pueblo entre barrancos y laderas, rodeado de montañas escarpadas. Más adelante aún, Acamixtla. Cerca de ahí, la desviación a Juliantla (cuna de nuestro ilustre ranchero) y, de pronto, el espectáculo improbable del pueblo platero de Taxco empotrado en la ladera de un cerro. Si no fuera porque la herencia colonial convirtió este sitio en un atractivo para turistas de todo el mundo, diría que no hay diferencia alguna con cualquier asentamiento urbano marginal y periférico. Me refiero a la necesidad humana de amontonar viviendas en un cerro: Ecatepec, Pie de la Cuesta, una favela brasileña. Sólo que aquí no fueron la pobreza y la precariedad moderna lo que definió el paisaje, sino la opulencia minera novohispana. En todo caso, el turismo extranjero que encontraba en este sitio el paraíso tropical prometido se ha alejado a causa de la cada vez más abundante delincuencia común. Me lo dice el guía de turistas: malandrines que molestan a las gringas, que por eso ya no vienen. Sí, qué lástima.
 
He recorrido hasta llegar aquí 87.3 km en cinco horas y treinta minutos de pedaleo, según la aplicación. Pero son las 16 horas, de modo que he estado ocho horas en el camino. En realidad buscaba un lugar donde acampar en los alrededores de este lugar, sobre todo para evitar el contacto humano, pero eso suponía más pedaleo. Y la verdad prefiero comer y descansar para mañana estar en óptimas condiciones para volver al camino. Descubro, al entrar al pueblo, que aquí no hay pandemia. Los turistas —dos o tres gringas incluidas— abarrotan las calles y la plaza principal, como cualquier día de la vieja normalidad; eso sí, todos con cubrebocas. Me cubro también el rostro y salgo de ahí lo más rápido que puedo: más vale que digan aquí corrió que aquí quedó.
 
 
*** 

Gato taxqueño que vive afuera del mercado.

Tarde o temprano uno acaba colgando la ropa en la bici.

Pedaleo mágico.

Sí, mire, ¿y si se busca su propio camellón para vomitar? Gracias.

Pa' acá o pa' allá.

Vade retro.

La montaña en el paisaje.

Domando a la Bestia.

A la sombra del señalamiento vial.

Teacalco te recibe con unas miniletras a colores, se hace lo que se puede.

Bienvenido.

Este letrero siempre será una buena noticia.

Uso el retrovisor para que no me maten, y para sacarme selfies.

73 km o 18 km.

A veces no hay más sombra que la de uno mismo.

El horizonte.

Una parada sobre el puente.

Por si quieren evidencias.

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