Por los caminos del sur, 3: De Mezcala a Tierra Colorada

on viernes, 9 de abril de 2021

 
 
Entra en un árbol.
Esparce tu cuerpo por el mundo.
Sumérgete en el alma de tu propio nombre.
Siente las sensaciones entre los ojos.
Con la mente, eleva el cuerpo hasta el espacio.
Traga luz.
Eres el viento.
Vive en un espacio sin límites.
Entre cada temblor, observa la luz inmóvil.
En el bosque, hay un árbol que es tuyo. Encuéntralo.
En verdad, todo el mundo es el universo.

A años luz
(Alain Tanner, 1981) 
 

1
 
Ayer que me encontraba en el puente sobre el Balsas, cuando llegué aquí, únicamente atiné a tomarle un par de fotos al río. Preocupado por saber dónde pasaría la noche, dejé ir la oportunidad de registrar con calma y lo mejor posible mi arribo a esta segunda parada. Así que ahora, apenas dejo el hotel Carito, vuelvo al puente y le tomo un par de fotos a la bici. 
 
No tardo mucho en salir del cuarto; descansé bien, a pesar de que no logré nunca equilibrar el calor con el aire acondicionado escandaloso que enfriaba la habitación más de la cuenta: apaga el aire, prende el aire; apaga el aire, prende el aire… 
 
Pido desayuno completo en el restaurante, donde dos policías estatales ya están en la sobremesa, escarbándose los dientes con un palillo de madera. Los saludo ceremoniosamente, porque, como decía mi abuelo, es difícil tener amigos pero es más difícil no tenerlos —no estoy tan convencido de la verdad de esta sentencia, pero creo que en este caso se aplica muy bien—. El día anterior había aquí un retén de la Guardia Nacional y militares vigilando lo mismo a quienes seguían de largo en la carretera como a los que entraban y salían de Mezcala. 
 
Los agentes del orden observan a la distancia cómo cargo el equipaje en la bici: una bolsa de cuadro y una Sanbernardo®, la más viejita, en el manubrio; el sleeping, la tienda de campaña y otra Sanbernardo® bajo el sillín y sobre el portabultos, además de las chanclas, una bolsa extra con trastes, el sombrero calentano y una sudadera, todo bien agarrado con tensores. 
 
Al otro lado de la carretera hay un mesón, y frente a él, la parada de autobuses, donde dos jóvenes, padre y madre, con una pequeña en brazos, esperan pacientes el servicio. Ya pasa de las 8 am y aún es buena hora para comenzar a pedalear. Llevo 179 km y me esperan unos cien el día de hoy. 
 
2
 
La primera etapa abarca unos treinta kilómetros. Pretendo hacer un primer descanso en un lugar llamado Venta Vieja, o más adelante, en un sitio que aparece en el mapa con el nombre de Milpillas. La mañana es fresca, pero pronto el calor vuelve por sus reales. 
 
Pedaleo. Voy pensando en eso y en la tranquilidad de la carretera. A la izquierda está el cerro; a la derecha discurre el cauce seco de un río. No sabría decir si está seco porque no es temporada de lluvias, porque ha muerto de muerte natural (si es que eso existe) o porque alguien se lo ha estado agandallando. Pero si pensamos que en la región, y en general en todo el estado, abundan las minas, no sería improbable que fuera esto último. “No es sequía, es saqueo”, acabo de leer por ahí. 
 
El lugar alrededor parece tranquilo y solitario. Pude haber acampado aquí sin ser molestado. Pero apenas avanzo un poco veo a lo lejos gente que deambula por el sitio. Más adelante aparece una ladrillera y, un poco más lejos, pero a la izquierda, un pequeño poblado con un nombre digno de las historietas del monero Jis: Plan de Liebres. 
 
Este tramo, como el que recorrí ayer desde Iguala, tiene un buen acotamiento para pedalear sin preocupación de carros y camiones. Mientras no me distraiga, dé un golpe de timón innecesario o algún otro acto absurdo, puedo seguir tranquilo. Además, hay relativamente poco tránsito, lo cual alivia aún más el trayecto. 
 
Llego a Venta Vieja: un par de casas al pie de la carretera. He avanzado a buen ritmo y no quiero perderlo, así que mejor sigo: no falta mucho para llegar a Milpillas. Me detengo cada tanto a fotografiar el cerro y las formaciones en el corte vertical que hicieron los trascabos para abrir camino: fascinantes texturas de piedra. 
 
Me sorprendo de encontrar una colorida capilla junto al camino: esto es Milpillas, no hay otra cosa. A menos que un pueblo se oculte tras la montaña. Es otro buen lugar para tomar fotos. No hay un alma, pero tampoco razón para alarmarse. 
 
Descanso un poco. El lugar emana tranquilidad. Tal vez sea la presencia vigilante de la santa. Recuerdo el texto de Duvignaud que habla de este tipo de lugares: cruces, santuarios, piedras, algo que indique un lugar, o una bifurcación, algún centro de peregrinaje, el límite de un pueblo… Lugares donde, por lo regular, la naturaleza, antes que cualquier religión o culto, señaló la presencia de una fuente de poder telúrico ancestral. De pronto se me ocurre que tal vez haya ojos en todas partes observando sigilosamente, mientras yo estoy aquí pensando que no hay nadie. Quién sabe. Mejor sigo.
 
3
 
Pedaleo. Hay un tráiler negro estacionado al borde de la carretera. El camino se ha vuelto sinuoso y bajo él cruza, de un lado a otro, el cauce del río seco: es una serpiente interminable que zigzaguea juguetona de acá para allá. Algunos puentes son engañosamente breves y otros ostensiblemente largos. Por ratos, la sombra que proyecta el cerro a la izquierda cubre todo el asfalto; de pronto, la montaña se agacha y el sol matutino se asoma tímidamente. 
 
Al doblar la curva se encuentra de frente un cerro gigantesco que proyecta una sombra casi del mismo tamaño sobre todo lo que encuentra. El camino parece ir a estrellarse directamente contra ese muro, pero en realidad continúa hacia la derecha por un recodo en la ladera. A partir de ahí se acaba el acotamiento y, hasta llegar a Zumpango del Río, la carretera son apenas dos carriles sin mucho espacio para esquivar a conductores locos y apresurados. 
 
Me detengo en un pequeño poblado, El Platanal: unas cuantas casas y una tienda al borde del camino; afuera, dos niños juegan a asustar a un pequeño conejo enjaulado. La mamá, o lo que sea, está en la tienda viendo la tele. Le compro dos botellas de agua con azúcar y trato de informarme de lo que aún me falta. Tal como supuse, sigue siendo subida. 
 
Llego a Zumpango sin grandes dificultades. La entrada se bifurca en carriles laterales y centrales, por donde cruzan los que siguen de largo. Me detengo para asegurarme de no ir por el rumbo equivocado, pero sobre todo porque no me quiero meter en el desnivel por donde bajan a toda velocidad autobuses, tráileres, pipas, autos particulares y lo que sea que pueda acelerar como si no hubiera un mañana. 
 
Le pregunto a dos morras —jóvenes, muchachas, señoritas— si por la lateral salgo a Chilpancingo y me dicen que no, que tengo que seguir por el desnivel, pero que si quiero irme por ahí es lo mismo. Y, efectivamente, más adelante la lateral se une al cauce principal. 
 
Sigo entonces por aquí, disfrutando la casi total ausencia de automóviles. Antes de volver a la carretera, a la salida del pueblo, me detengo en el estacionamiento de un centro deportivo, la Cancha del Ejército. La sombra de los árboles invita a escapar del sol de medio día, ya en todo su esplendor. 
 
Ante la mirada socarrona de un grupo de deportistas que para entonces ya se están quitando la sed en el carro con unas caguamas, me baño en bloqueador solar hasta donde puedo sin cometer faltas a la moral. Ahora parezco personaje de ópera dieciochesca —sólo me falta la peluca de Voltaire—. Preferiría esperar a que el sol se calme un poco o, de plano, desaparezca tras la montaña, pero eso no ocurrirá pronto. 
 
4
 
La salida de Zumpango es una recta. Al fondo acaba nuevamente en un recodo, al pie de un imponente cerro donde la cara de Pablo Amílcar, uno de los candidatos de Morena a la gubernatura del estado, sostiene una discreta sonrisa eterna en un anuncio espectacular que, ante la majestuosidad del cerro, resulta insignificante —no en vano anuncia lo que anuncia—. Es inevitable verlo. La única opción es mirar el asfalto, o voltear a los costados, o improvisar unos tapujos con las manos; pero invariablemente, al levantar la mirada, ahí está Pablito, tratando de ganarse la simpatía del guerrerense o de quien por aquí pase. 
 
Este tramo que conecta Zumpango con Chilpancingo en realidad es muy cómodo para el pedaleo. Tiene cuatro amplios carriles con acotamientos generosos —al ingeniero civil que lo construyó: gracias por no ser un tacaño chambón—. El único inconveniente es que se trata de una buena subida —muy buena—, que hay que ir escalando con paciencia. No son muchos kilómetros, pero cuestan. 
 
Al fin consigo librarme de Amílcar. Voy subiendo despacio y me detengo cada vez que se me antoja. No hay ninguna prisa. Como ya dijimos antes, this is not afucking race: si hay sombra, me paro a disfrutarla; si veo un pájaro o ser de la naturaleza, me detengo a contemplarlo; si veo algún objeto extraño en el piso, me paro a mirar con detenimiento qué cosa es; si me da sed, freno y le doy unos tragos al bidón… Lo que haga falta. 
 
Veo piedras, aves, árboles escuálidos en el cerro, todos recibiendo la bendición de la luz del día. Al otro lado del valle, un camino se abre paso en la ladera de un cerro. Pienso que puede ser la Autopista del Sol. Me aproximo a un entronque que dirige hacia Tixtla. El camino se ensancha aún más. Sigo la flecha blanca que me indica mi destino. 
 
A la izquierda hay un hospital y pienso que queda muy lejos de Zumpango, pero sólo tengo que avanzar un poco más para ver la entrada a Chilpancingo. Esto me da un enorme gusto por dos razones: he llegado hasta aquí en bicicleta sin mayores contratiempos y ahora comienza una feliz bajada. 
 
5
 
Antes de lanzarme alegremente en descenso me detengo a ponerle aire a las llantas en una de las gasolineras a la entrada de la ciudad. Hay una buena cantidad de turistas. Me pregunto si esta es la estación que incendiaron los policías federales para luego culpar a los normalistas de Ayotzinapa, allá por 2011, el día que éstos bloquearon la carretera y aquellos, así sin ningún pudor, asesinaron a balazos a dos estudiantes. No veo los nombres de los caídos pero deben estar por ahí: Alexis Herrera y Gabriel Echeverría. 
 
Chilpancingo mide como diez kilómetros de largo, desde esta entrada hasta el otro extremo, en el pueblo de Petaquillas, y como ya dije, de aquí para allá es pura bajada. También hay carriles laterales, así que me voy por ahí, con calma, atento por si encuentro algún lugar para comer. 
 
Me detengo en la parada del microbús. Un grupo de morras —señoritas, muchachas, jóvenes— que vienen en la cajuela de una camioneta me miran, cuchichean y sonríen. Esto de ver pasar cicloturistas no parece ser algo muy común por aquí. Me olvido de andar alborotando lugareñas y pregunto por la comida. Me mandan al Mercado del PRI. Ni modo, usos y costumbres. 
 
Llego al susodicho mercado y, desde una de las cocinas, una morra —señorita, muchacha, joven— me ve y sonríe, entre amable y ruborizada, al descubrir en sus dominios algo tan improbable como un cicloturista. Se acerca a la baranda y me invita, toda sonriente, a entrar en su fondita, antes de que la competencia le gane al cliente. Sólo soy un aficionado a la bici que viene muy sudado, cansado y hambriento, pero igual se agradece que lo reciban a uno como si fuera el mismísimo Pablito Amílcar. 
 
Le pido albóndigas y ella las acompaña con frijoles y tortillas hechas a mano. También le encargo un litro de agua de limón con mucho hielo, y corre al puesto de aguas frescas a dar la orden. Mientras llega el agua le voy pellizcando a la tortilla, remojándola en salsa roja y acompañándola con semillas. 
 
La muchacha me observa desde la barrera mientras prepara algo y atiende el teléfono. Se da cuenta de que no me decido a comer y pregunta desde allá: ¿no le gustó su comida? Es que estoy esperando mi agua, le respondo. Y corre nuevamente a preguntar a ver a qué horas con el agua. Vuelve con ella, y entonces sí, a comer. 
 
Un ojo al taco y el otro a la bici, que está recargada en la baranda. En la mesa de enfrente, dos comensales me observan cada tanto silenciosos, en una especie de mezcla entre curiosidad y trabajo de halcón. ¿Será mi paranoia? Hay que ser precavidos pero sin alarmarse. Por desgracia, Chilpancingo es una de las ciudades más violentas de México, pero ciertamente no tan violenta como Cuernavaca, que está en el lugar 19 entre las 50 más violentas del mundo. Prefiero concentrarme en las albóndigas. 
 
6
 
Ahora que soy una albóndiga con ruedas comienzo el pedaleo para salir de aquí. Antes busco un cajero automático a la altura de la terminal de autobuses, lugar céntrico y concurrido donde parece no haber pandemia. Esto me permite explorar rápidamente algunas calles de la ciudad, más allá de la carretera. En dirección a la salida encuentro una glorieta rematada con magueyes y representaciones de piedra de personajes autóctonos ancestrales que me recuerdan a los gigantes de la isla de Pascua o algo por el estilo: mi crítica de arte. 
 
Me encuentro cerca de la salida. El sol ya no golpea con fuerza y algunos tramos de la ciudad escapan a su omnipresencia. La tarde empieza a tomar forma pero, según yo, aún es temprano para cantar victoria. Después de la comida y el breve descanso recuperé energías, y ahora voy bajando con el ánimo y la alegría de poder continuar el viaje, disfrutando de la tranquilidad del atardecer. Me detengo en un puesto de frutas a comprar unas mandarinas, cuya frescura siempre resulta un alivio en cualquier momento que uno decida pararse a descansar. 
 
Finalmente cruzo el entronque a la salida de la ciudad. A partir de aquí comienza una subida que dura varios kilómetros, otra vez en una carretera de sólo dos carriles y sin acotamiento. Sin embargo, los conductores toleran mi presencia guardando cierta distancia al rebasar, a veces no la que uno esperaría pero algo es algo, y puedo ir subiendo a paso lento pero seguro. 
 
En algún momento veo un letrero: Tierra Colorada, 50 km. Este ha sido un día largo y apenas llevo la mitad. Luego veo el reloj y son más de las 4 pm. Dentro de poco el sol se ocultará y no pienso pedalear de noche. Continúo pero me pregunto si acaso sería mejor terminar la jornada aquí. Decido seguir hasta donde sea posible y, llegado el momento, detenerme en algún lugar seguro, sea una vivienda, un hotel o a campo abierto. 
 
La subida, para mi buena suerte, se acaba rápido en un paraje llamado Rancho Laguna. A partir de ahí comienza un descenso gracias al cual avanzo, en poco más de una hora quizás, casi treinta kilómetros, siempre que la velocidad no implique caer y quedarme sin dientes. Hay viento en contra y eso me detiene un poco, pero resulta peligroso, porque también llegan fuertes ráfagas de costado que tambalean la bici.
 
Primero paso por la entrada a Mazatlán y luego por debajo de la Autopista del Sol, a la altura de Palo Blanco. Tras una buena cantidad de cerradas curvas, a la sombra protectora de cerros gigantes, llego a la entrada a Acahuizotla. Toda la región es una área natural protegida, de increíbles paisajes, cañadas y abundante vegetación. 
 
La bajada termina en Rincón de la Vía, en un pequeño valle donde van apareciendo pueblos, uno tras otro, al borde de la carretera: Cajelitos, Buena Vista de la Salud, Ocotito, Mohoneras, Julián Blanco, Carrizal de la Vía, y por último, Garrapata, unos kilómetros antes de llegar por fin a Tierra Colorada. Junto al primero hay un lago, el Lago Islas, y más adelante un pequeño zoológico y hasta una zona arqueológica, Tehuacalco. Estoy tentado a acercarme a cualquiera de estos lugares a buscar donde acampar. Aunque ya no se ve el sol aún hay suficiente luz y es posible pedalear. Continúo. 
 
A partir de Ocotito el camino se inclina a mi favor nuevamente. Sólo no hay que confiarse porque, siendo una zona semiurbanizada, por la abundante cantidad de pueblos, cada tanto aparecen de la nada topes de altura considerable y la bici ya reparó un par de veces con todo y jinete. 
 
Al borde de la carretera se ven piedras enormes, de varios metros de diámetro, como si esto fuera el lecho de un río, pero que parecen haber rodado desde la punta del cerro hasta aquí hace mucho tiempo. Voy pensando en ello y en el alivio de que estos cincuenta kilómetros fueran casi completamente de bajada. 
 
De pronto comienzan a aparecer cada vez más casas y topes que interrumpen el descenso, y el declive se hace cada vez menor. Pienso que voy llegado a mi destino, este día, pero busco un lugar en particular. Al doblar una curva finalmente lo encuentro, he llegado. Hacía casi treinta años que no pasaba por aquí. Esa imagen, la imagen de esa entrada al pueblo, me remite de golpe a un pasado lejano, no sabría decir si poco glorioso o privilegiado. Seguramente ambas. 
 
Algo ha cambiado y a la vez nada. Quisiera poder asimilar con más calma el momento de haber vuelto aquí tanto tiempo después, aunque esta vez yo solo y en bicicleta, pero una gran manifestación de gente ante mí —cientos, quizá miles, no sabría cuántos con exactitud— avanza por la carretera en dirección opuesta de donde vengo, ocupando un carril completo. El hombre que encabeza la marcha, de la mano de otros hombres y mujeres, lleva sombrero calentano y collares de flores. Hay música, cuetes, pancartas… Una de ellas, hasta el frente, dice algo como: Tierra Colorada va con Félix.
 
Hoy es 3 de enero de 2021. El reloj marca las 18 horas. 
 
 
 
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