And know one day I'll see you all
Farther down this river
To a place
we’ve never, ever known, no
Tonight our
son will finally know the sound of love delivered
To its
hidin’ place beneath the winter snow
And I
thank the sun for shining that light.
Fiya Wata, Edward Shape & The Magnetic Zeros
21/12/2021. San Juan de los Ríos, Puebla (México), 2021.
Voy
bajando felizmente por una carretera sinuosa al atardecer. La bicicleta se
desliza sobre el pavimento sin esfuerzo, bajo mi control, en dirección al río.
No podría decir que he venido sufriendo, porque en general el camino ha sido un
movimiento ondulatorio constante que me ha hecho subir y bajar, una y otra vez,
sobre la escamosa piel de Cipactli.
La primera subida la encontré al llegar a Tlancualpican, un
pueblo junto al río Nexapa, rebasando el límite entre los estados de Morelos y Puebla,
México. Estando ahí hace unas horas, me detuve en el puente sobre el río a
mirar abajo como una familia, una pareja de ancianos y un hombre joven, pasaban
la tarde junto al cauce de agua fría que baja directamente del Popo. La señora de
pie junto a la orilla, usando un palo como bastón, tras ella el hombre joven exprimiendo
un trapo, tal vez ropa, y sentado en el piso detrás de ellos el hombre mayor,
leyendo un periódico o revista. Aunque es común encontrar gente nadando o
lavando ropa, no recuerdo mucho esta escena al pasar cerca de un río en éste o
en viajes anteriores.
Me dieron ganas de bajar, pero el pensamiento racional,
calculador, se apoderó de mí: eso implicaba descender varios metros con
bicicleta cargada y después tener que subirla, además de perder valiosos instantes
que quizá serían de mucha utilidad más tarde, en algo “más importante”, así que
sólo observé y tomé un par de fotos, sin lamentarlo. Sin embargo, el espíritu
contemplativo nunca me suelta: siempre es agradable detenerse a ver el
discurrir del agua, así en silencio, dejándose arrastrar por el murmullo y las
formas de la corriente, ahora existiendo y un segundo después diluyéndose en un
movimiento eterno e infinito. Y ya dándome el lujo de ponerme metafísico recuerdo
a Hesse, quien dice en Peter Camenzind que el lenguaje de Dios suena con fuerza en la majestuosidad de la naturaleza, lo
cual quiere decir que esa voz, más que un susurro, sería un estruendo. Y pienso
que sí, un estruendo pero no por el tono, sino por la infinita grandeza de
aquello que dice.
Mientras observo el devenir de la corriente recuerdo que, junto
al Balsas, en otro viaje por el estado de Guerrero, alcancé a notar desde la altura del puente
una camioneta tipo Jeep y personas deambulando a las orillas, en dirección a
Mezcala, mientras tomaba una foto y descansaba antes de continuar a la
siguiente etapa del viaje. Antes de llegar ahí me topé con el Chalma, que
discurre cerca de Puente de Ixtla, en Morelos; pero aunque había abundante
vegetación en las inmediaciones no me motivó lo suficiente como para salirme de
la carretera a pasar una tarde bucólica junto a sus aguas. Varios cientos de
kilómetros más abajo, al otro lado del Balsas, vi otro río pequeño llegando a
Zumpango, algunos escurrimientos de agua pero nunca propiamente un río al pasar
cerca de Acahuizotla, y casi al último el Papagayo, saliendo de Tierra Colorada
un día después.
En lo poco que llevo de viaje hasta ahora seguramente me he cruzado ya con varios, pero el Nexapa es el
primer río importante que aparece en mi camino. Ayer vi uno a la entrada a
Xalostoc, todavía en Morelos, viniendo de Tenextepango. Un puente donde bien pudiera
verse a un hombre a caballo seguido por dos perros, a otro jalando una mula
cargada con dos atajos de rastrojo o milpa, uno más empujando una bicicleta
porque la subida está pesada, y por si fuera poco un carro, todos en un misma escena, cruza sobre un pequeño y triste río que
algunos kilómetros abajo se conecta con el de la Cuera y eventualmente con el
Cuautla, de mayor tamaño.
Pedalee un poco de subida para entrar a Tlancualpican. Atravesé
el pueblo y bajé del otro lado. Comencé a subir nuevamente a una planicie con un
ligero declive, en línea recta como se acostumbra en las planicies, que
continuó hacia el oriente a partir del entronque a Huehuetlán el Chico. Más
adelante me encontré con otra subida en dirección a Chiautla de Tapia, que fue oponiendo
cada vez más resistencia para remontarla. El clima cambió definitivamente al subir
ahí. Al menos desde que salí de Jonacatepec me acompañó un ambiente no tan
caluroso gracias a una nubosidad perenne pero con poca probabilidad de
convertirse en lluvia. Por el contrario, ahí arriba había viento fresco y
ligero, con mayor vegetación. El cielo era un manto blanquecino salpicado aquí
y allá por retazos de color azul pálido.
A partir de esa zona se hicieron frecuentes los corrales y
el ganado junto al camino, y continuó así muchos kilómetros adelante, hasta la
zona de Guadalupe Santa Ana, San Isidro Jehuital y Barranca Honda, ya en los
límites con Oaxaca. No quiero decir que después no los hubiera; digamos que del
lado poblano es más frecuente ver vacas pastando o sólo existiendo
nietzscheanamente junto a la carretera, pero se vuelven poco habituales del
lado oaxaqueño. Alguna explicación etnográfica tendrá esta condición
diferenciada de las actividades productivas en una misma región, la Mixteca, pero en demarcaciones
políticas distintas; quizás una mayor presencia criolla y mestiza en el primer
caso y más indígena en el segundo.
Minutos después logré remontar esta pequeña sierra y comenzó
un nuevo descenso por varios kilómetros hasta llegar a Chiautla. Luego, para
salir de ahí, tuve que subir una vez más. No recuerdo haber visto uno, pero
supongo que algún río atravesará o pasará cerca de este poblado de buen tamaño.
Como me dijeron unos días más tarde en La Providencia, todos los pueblos de la
región se asentaron en las inmediaciones de algún río. En ciertos casos, como
ahí mismo, todavía se puede ver el portal en ruinas de alguna hacienda del
periodo colonial. Supongo que fundar un pueblo junto a un río fue algo que
ocurrió en muchos lugares del país y aún más lejos, pero al menos aquí parece
tener absoluto sentido a causa del clima seco y caluroso.
En esta tercera subida del día observé junto al camino el
letrero de una Unidad de Manejo para la Conservación de la Vida Silvestre (UMA), llamada El Zopilote, administrada
por la Asociación de Silvicultores de la Mixteca; me detuve cerca de ahí a
tomarle una foto al valle de Chiautla, que iba dejando atrás de mí. Ahora
imperaba un cielo azul rey, salpicado con hilos de algodón arrastrados por el
viento. Eventualmente llegué a la parte más alta del camino y, al rodear el
cerro, me encontré de frente con un extenso paisaje de infinitos cerros y cañadas
que se extienden hasta donde alcanza la vista y más allá. A través de ellas se
abren paso dos ríos que se unen ahí mismo, al pie de un pueblo llamado precisamente San Juan de los Ríos: el Atoyac, que viene del lado poblano,
y el Mixteco, que baja desde la sierra de Tlaxiaco, del lado oaxaqueño. De la
unión de ambos nace el río Balsas.
Entonces comenzó el descenso. La luz del sol vespertino
pintaba de colores ocre las laderas de los cerros, a causa de la sequía. La
montaña quedaba a la sombra mientras iba subiendo, pero al bajar el sol caía de
frente, bañando la sierra con esa luz festiva del atardecer en las tierras
cálidas del sur. Vi el letrero al salir de una curva, prometiendo lo que ya
venía atestiguando desde un par de kilómetros atrás. Me detuve a tomarle una
foto. Al símbolo del auto inclinado sobre una pendiente parecía salirle fuego
del toldo a causa de la luz intensa. Si el pronóstico no falla, en un minuto
estaré allá abajo junto al río.
Un árbol. Jonacatepec, Morelos (México), 2021.
El río Nexapa. Tlancualpican, Puebla (México), 2021.
El valle. Chiautla de Tapia, Puebla (México),
2021.
Paraíso perdido. La Providencia, Puebla (México),
2021.
Cordilleras. Chiautla de Tapia, Puebla (México),
2021.
Arquitectura vernácula. Tlaltizapán de Zapata,
Morelos (México), 2021.
El descenso. San Juan de los Ríos, Puebla
(México), 2021.