Archive for "febrero 2020"

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Día 2: mandarinas, fósiles y dinosaurios

on martes, 18 de febrero de 2020



Siempre hay que esperar que las cosas
sucedan conforme a la gravedad,
salvo que intervenga lo sobrenatural.
Simone Weil


Amanece. Por la noche, la temperatura bajó a unos 10 grados. Para un cuernavaco acostumbrado a eternos primaverales 28 grados esto es como la tundra en Nunavut. Los tenis cuelgan del manubrio mojados, igual que el piso de la tienda de campaña.

Merodea el vigilante del balneario y le pedimos café. Levantamos todo y salimos a la carretera hacia Epatlán. Desayunamos quesadillas en la plaza y agarramos camino a Zacapala: una subida paulatina, primero rodeando la laguna y luego hasta las antenas.

En la subida, un tlacuache desorientado se arrastra trabajosamente al borde del camino. Nos detenemos a ayudarlo pero no hay mucho que hacer: tiene un ojo reventado por el golpe de un carro. Le echamos un poco de agua encima y lo ponemos lejos de la vereda, donde no puedan lastimarlo más.

Más adelante un chamaco, a piñón fijo, de subida, nos rebasa como si fuera de bajada; va a recoger unas flores que crecen cerca de las antenas. Seguimos a nuestro ritmo hasta alcanzar la cima. Ahí lo volvemos a ver, ya de bajada, pero luego vuelve con otro ciclista. Nos dan algunos detalles del camino próximo: a partir de ahí bajaremos hasta el Puente Rodeo, luego a subir de nuevo.

En el descenso, pasamos la desviación a San Isidro Mimilulco; dejamos atrás, al norte, San Lucas Tejaluca; más adelante, al sur, la entrada a San Andrés Ahuatlán… En México la geografía de los pueblos es un santoral infinito de apellidos mesoamericanos.

La región es un desierto irrigado por el Balsas; desde el cerro, los gigantes nos miran pasar en silencio: Cephalocereus columna-trajani, Neobuxbaumia macrocephala, Neobuxbaumia mezcalaensis, Neobuxbaumia tetetzo… especies endémicas del continente que llevan aquí millones de años.

Subiendo, alcanzamos grandes campos de jícama, papaya y mil cosas más; jornaleros descansan al lado del camino junto a sus camionetas de carga; otros levantan algo bajo el sol aplastante. En un campo, las jornaleras son mayoría: mujeres jóvenes de rostro anónimo, pantalón y gorra, dobladas hacia la tierra para arrancarle el sustento.

Es la entrada a Coatzingo, Oasis de la Mixteca, según se lee en un viejo letrero puesto ahí por el Ayuntamiento 2008-2011. También se ve a lo lejos el campanario de la iglesia. Nos acercamos: la plaza vacía, con un par de puestos de comida, un carrito de nieves empujado por un viejo, una frutería atendida por dos mujeres y una tienda semivacía. El calor te persigue adonde vayas.

Un policía cuida la plaza sentado a la sombra de un árbol. Hombres jóvenes en motocicleta, ya con varias caguamas encima, llegan estruendosamente a la tienda a pedir más, a crédito. Es fin de año y hay que celebrar: «Pero éstas sí las vas a pagar», les espeta el tendero, joven como ellos. En este ambiente soñoliento, extraños y con bicis cargadas, somos un blanco fácil de miradas u otra cosa. Nunca se puede dejar de estar alerta, más cuando no sabes dónde ni con quién te encuentras exactamente. Es difícil despojarse del miedo que nos han vendido a un precio tan alto.

En la frutería pedimos plátanos. La señora nos recomienda mandarinas Orco; no sé si sea el nombre real pero son una delicia que nos refrescará todo lo necesario, más tarde, cuando el sol y el calor estén a punto de freírnos.

Seguimos. No hay una sola nube. Un desnivel positivo de casi 1,700 metros comienza a agotarnos; pero todo cuanto olemos y vemos vale cada centímetro del viaje. En la entrada a Zacapala, una pareja ofrece nieve a quien cruza el entronque hacia el pueblo. Aquí comienza la subida más dura. Nos detenemos un par de veces, a recargar energías, comer mandarinas o fotografiar cactus como turistas japoneses. Zigzagueamos una y otra vez en el ascenso. Gabriel descubre que la carretera corre paralela a la red de postes de energía eléctrica, que sube interminablemente por el cerro. Ahora no puedo dejar de verla cada veinte metros; mejor pongo mi atención en otra parte.

En una parada de camión a la mitad de la pendiente, con su obligatorio nicho consagrado a algún santo o virgen, una mujer amamanta a un crío bajo la sombra mientras espera la llegada del servicio. El silencio que todo lo abarca sólo se rompe con el rugido profanador de algún carro que sube por aquí de vez en cuando. La mujer parece una madonna mixtecca alimentando al Salvador en un lienzo renacentista de Rafael, Leonardo o Miguel Ángel, pero la piel morena la desacredita. Bajo el cobertizo de tabicón, junto a ella, una viejita diminuta y dos niños también se cubren del sol. Al pasar frente a ellos, pedaleando a paso de tortuga, con quince o veinte kilos a cuestas en las alforjas, en una pendiente de unos 15 grados, los niños nos observan en silencio, estupefactos, mientras vamos ascendiendo en cámara lenta.

Por fin el camino se empareja. Entramos a El Rosario Xochitiopan. Hay fiesta en el pueblo. Nos lo dice el tronido de los cuetes y el rumor de la banda a lo lejos, allá cerca de la iglesia. Salimos en línea recta a la parada de "La Monera" (comillas obligadas), ya en un camino principal: la ruta 455, que va de Cuapiaxtla a Acatlán de Osorio. Otra bajada hasta encontrar el puente sobre el río.

Y una subida más, esta vez hasta el paraje conocido como Pie de Vaca. Está ahí el Museo Regional Mixteco-Tlayúa de la UNAM, dedicado a la preservación del patrimonio paleontológico. Aquí tenemos dos cosas: fósiles y dinosaurios. Y también minas de cantera, de las que vive mucha gente. Seguimos. La penúltima subida llega hasta el Tecnológico de Tepexi, que está a la entrada del pueblo, con su escultura de velocirraptor en la explanada. Pero llegar al zócalo implica escalar una última pendiente (ajá sí) de unos 25 o 30° de desnivel. Es la muerte del ciclista con alforjas.

Strava® nos informa que hemos recorrido, desde la laguna de Tezonteopan en Epatlán hasta aquí, casi 80 km en 6 horas y 5 minutos. No será la gran cosa pero sabe muy bien. Como una mandarina Orco.

En el segundo nivel del mercado municipal de Tepexi de Rodríguez están las fondas. El dependiente nos atiende generosamente, no sin aplicarnos unos buenos albures antes de cobrarnos las semitas, el pozole y todo lo que devoramos. Gabo localiza un balneario cerca de ahí: en realidad es la Escuela de Futbol R. J. Tepexi, que tiene un delfín sonriente en el logo. Los anfitriones nos ofrecen alojamiento gratuito. Instalamos la tienda en la alberca, vacía por las labores de mantenimiento de fin de año.

La noche ya no es tan fría; pero en el firmamento pletórico de estrellas las misteriosas luces de la noche anterior siguen danzando caprichosamente.

***

La Crítica de la Razón Práctica, ya bien despierta y a punto de zarpar.

 Sombras matutinas, iniciando el segundo día de pedaleo por rumbos desconocidos.
  
 Primera subida de un camino abundante en desniveles.
 
Coatzingo, el Oasis de la Mixteca poblana.

Muchos cactus de estos.

Gabo fascinado con los nombres de los pueblos. Aquí registrando el letrero de Mimiluco.

La selfie del día.

 De pronto uno se encuentra colonias de cactus columnares, imponentes, y nubes de formas caprichosas.

 Parada técnica, para fotografiar cactus.
 
Una subida más, porque nunca serán suficientes.

 Entrando a Zacapala. 30 km hasta aquí, aproximadamente.
 
 Banderillas en la calle principal de un pueblo fantasma.

 Antenas; detrás, la cordillera.
 
 
 Feliz viaje, les desean estas cabritas.
 
Esperando el bus en la parada "La Monera".

 Anochecer en Tepexi.

Dice Google Maps que en 48 minutos llegas.

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Día 1: bufet, víboras ratoneras destripadas, osos gigantes y ovnis

on lunes, 3 de febrero de 2020



Conque deja que tus ojos sean libres; 
déjalos ser verdaderas ventanas. 
Los ojos pueden ser ventanas 
para contemplar el aburrimiento 
o para atisbar aquella infinitud.
Castaneda


Salimos de Cuernavaca el 26 de diciembre. De Lomas de San Antón, específicamente. Con una hora de retraso que pudo haber significado llegar anocheciendo a un destino incierto. Casi nos pasa. Gabo se quedó dormido porque drogas duras y tuve que esperar pacientemente su llegada congelándome un poco en la banqueta. Cuando por fin llegó iniciamos el viaje.

El camino a Cuautla todos los conocen. Cualquier ruta que se tome uno inevitablemente deberá caer al Paseo Cuauhnáhuac y enfilarse hacia el terrorífico Cañón de Lobos, que tiene uno de los mejores descensos que pueden hacerse en bici en todo el estado, y de venida, uno de los ascensos más complicados y peligrosos por lo cerrado de las curvas. El paisaje es inigualable: poca presencia humana, vegetación abundante, un silencio abrumador que, de día o de noche, impone respeto. Abundan las leyendas de gente que intentó sin suerte cruzar ese cañón…

A las 10 am estábamos en San Carlos desayunando en el bufete de 45 pesos, donde si no te comes lo que te serviste pagas 80 y si te agarran compartiendo el plato también. Es posible que uno reciba unos azotes por alguna falta semejante. Pero por esa cantidad puedes atascarte como cerdo y la comida es muy buena. Vale la pena.

Entramos a la H. H. Cuautla de Don José María por Reforma y continuamos por Revolución en dirección a Tlayecac, para continuar después en el mismo sentido hacia el famosísimo crucero de Amayuca. Todas las ciudades son amontonamiento humano, olores fétidos y alguna que otra atracción histórico-turística digna de rememorarse. O no. Seguimos de largo.

Saliendo de Cuautla pudimos ver a un motociclista maniobrando por la banqueta, en sentido contrario, llevando delante un gigantesco oso de peluche sobre las piernas y detrás a su novia. Un espectáculo sui géneris. Más o menos a la misma altura, Gabo se detuvo a fotografiar una asquerosa víbora ratonera que yacía semidestripada junto al camino. Yo no le vi el chiste. Pero cada quien sus manías.

Más adelante, pasando el cerro del Chumil en Jantetelco, pudimos ver algo parecido a un halcón o aguililla. Eso pintaba mejor que la ratonera destripada. Aquí ya se hace menos visible la nociva presencia humana. El cerro es una protuberancia de forma singular —muy parecido al Chalchi de Tepoztlán— que atrae inevitablemente las miradas y quién sabe qué energías y poderes supralunares más. Seguimos.

Desde Yautepec hasta este punto se puede pedalear más o menos tranquilo. La carretera es tan amplia que uno se pregunta por qué no hay ahí una ciclovía. Espacio existe pero, como siempre, los que están a cargo ni se enteran.

Luego el camino se convierte en una carretera sin acotamiento. Pero hasta la entrada a Tepexco, ya del lado poblano, es casi pura bajada. Así que no duele tanto. Además, durante casi todo el viaje tuvimos pocos desencuentros con camioneros y automovilistas. En general, durante los tres días que anduvimos en carretera los conductores tuvieron una actitud respetuosa hacia nosotros como ciclistas. Guardaban distancia al rebasarnos, nos saludaban e incluso se detenían a regalarnos fruta, como nos pasó en Calmecac, o a preguntarnos qué dirección llevábamos o de dónde veníamos. Seguramente los que nos dieron fruta nos vieron muy jodidos. Como fuera, todo esto siempre se agradece.

Para llegar a Calmecac hay que rodear un cerro que no se ve muy alto pero igual cuesta trabajo. Luego pasamos Cuexpala, nos detuvimos un poco en San Félix Rijo, cruzamos Agua Dulce y finalmente llegamos a Izúcar. Al llegar a San Félix mis piernas dijeron no más. Así que a partir de ahí seguí pedaleando en modo avión: hay que apagarlo todo y hacer el mínimo esfuerzo para avanzar sin morir en el intento.

Nos paramos a comer en Izúcar. Otra ciudad: taxistas y chafiretes apocalípticos, mucha gente por todas partes, hay que salir rápido de ahí. Eran casi las cinco de la tarde. Esta hora parece muy temprano pero tengo la convicción de que pedalear a oscuras, con rumbo desconocido, es una mala idea. Siempre hay que pedalear con luz y, de preferencia, llegar adonde se vaya antes de que acabe el día.

En un último esfuerzo y sin tener idea de lo que aún faltaba, continuamos por la carretera hacia Tepexi de Rodríguez. Nuevamente el campo a las afueras de la urbe. Gente en moto o en bici, campesinos a caballo, ganado y grandes extensiones de tierra cultivada. Una mujer joven en moto, machete a la espalda, nos rebasó a toda velocidad. Este es el siglo de las mujeres, qué duda cabe.

Pasamos junto a San José las Bocas, San Mateo Oxtotla y Santa Ana Necoxtla, hasta llegar a San Juan Epatlán y a la laguna de Tezonteopan.

El sol se había puesto y se nos acababa el día. Preguntamos por alojamiento a un pescador y su familia, que ya cerraban la pequeña fonda junto a la laguna. Nos dijo que, si queríamos, podíamos acampar ahí mismo. Había una reja a la entrada que permanecía cerrada de noche, de modo que era seguro y nadie nos molestaría. Sólo había un cobertizo de palma y quedaban las últimas brazas del fogón. Titubeamos. No parecía mal pero… esperábamos algo mejor. Al vernos dudar el pescador nos dijo que a unos metros de ahí, por donde venimos, había un balneario. Efectivamente, acabábamos de pasar por ese lugar y aún se veía gente sentada en el restaurante conversando y bebiendo una cerveza, con la música a todo volumen amenizando el momento. Fuimos hacia allá.

Era algo infinitamente mejor. El balneario ecológico de Citlalitlán tiene restaurante, baños, áreas verdes, palapas y un par de albercas con agua helada. Apenas tuvimos tiempo de ir preparándonos para el descanso con una buena cerveza. Montamos la tienda de campaña —eso de montamos es un decir porque casi siempre lo hacía Gabo— y, mientras intercambiamos impresiones de este primer día de viaje, contemplábamos el cielo estrellado, algo imposible de ver en la ciudad.

En el firmamento se desplazaban unos puntos luminosos que, supusimos, eran aviones. Al día siguiente nos desmintieron: las luces de los aviones son intermitentes, esas cosas quién sabe qué sean.


  Hay lugares donde sí toman en cuenta a lxs ciclistas.

 Favor de ignorar a la antiabortista Farmacia de Guadalajara.

Gabo disfrutando el acotamiento que bien podría ser un carril confinado para bicis, cerca de Cuautla.

 Gabo acomodando sus alforjas en Calmecac; mientras tanto yo tomaba fotos y comía frutas secas. De pronto un auto se detuvo en el tope y estiraron la mano desde la ventana para darnos mandarinas.

 Según yo esto era una selfie.

 Cerro del Chumil con cables.

 Otra selfie.

 Esto quién sabe dónde fue pero se veía bien.

Cerca de Tepexco y a punto de comenzar a subir para darle la vuelta a ese cerro diabólico.

 Llegando a Amayuca. Al fondo el cerro del Chumil.

Estacionamiento para clientes mientras compran.

La Crítica de la Razón Práctica y su comadre en el puente de Tepexco.

 Tomarle fotos al pavimento mientras pedaleas siempre tendrá su encanto.

 Ya en territorio poblano, subiendo la pendiente a marchas forzadas.

 Otra en el puente de Tepexco.

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