Vivo con lo que tracé ayer
no sé si mi vida inició al nacer
vivo lo que veo este día
y lo que he visto siempre
Norma F. Roffe
I
22 de diciembre.
Amaneció. Bajé el cierre de la tienda y asomé la
cabeza. La luz de la aurora se abría paso ante la oscuridad. Sobre la montaña,
una pequeña estela blanca se difuminaba poco a poco conforme avanzaban los
rayos del sol. Agarré el celular y tomé un par de fotos. Resaltaba la silueta
de las montañas contra el cielo resplandeciente y unos pequeños manchones
blancos apenas la tocaban. Buen descanso. Por segunda vez en el viaje
pernoctaba al aire libre y hasta ahora todo había resultado bien, aunque la
tarde de ayer me dieron un buen susto que debo registrar. Pero vamos por partes.
A mi derecha corre el río, heracliteanamente
eterno. Hacia el poniente, es decir, hacia donde apunta mi cabeza recostado
dentro de la tienda, está el puente, unos quince o veinte metros por encima del
cauce. En ese punto ya es el río Balsas. También donde yo me encuentro; pero
unos metros atrás el Atoyac sale por la izquierda y el Mixteco por la derecha,
y se juntan ahí para formar el primero. Yo seguiré la cuenca de este último, cruzando
el puente hacia el sur, pero ahora mismo me pregunto cómo serán los
dominios del segundo, río arriba.
Viendo en el mapa descubro que en algún punto el
río alcanza el pueblo de Coatzingo. En un viaje anterior entré ahí con @cacturante en busca de agua y comida. Pueblo tranquilo, aunque ya desde
aquella vez empecé a notar, sin tener plena conciencia de ello, la ingente
cantidad de motocicletas que hay en la región. En esa ocasión parecían más bien
trabajadores del campo, que se mueven de esa forma en la zona y localidades
aledañas. Como me dirán más adelante, son chamacos, 20-25 años a lo mucho,
jugando a vivir al límite.
Aquella ocasión veníamos de San Juan Epatlán. Nos
había tocado una que otra pendiente sabrosa antes del medio día. Alcanzamos una
planicie y enfilamos por una recta flanqueada a ambos lados por infinidad de cultivos
en campos abiertos. La mayoría no logré identificarlos, pero en algún punto me
pareció ver lechugas, papayas, jícamas y cebollas. Y mucha gente trabajando,
jornaleros, hombres y mujeres, bajo el furibundo rayo del Sol de la Mixteca.
Subimos para entrar a la plaza. Nos detuvimos un
momento afuera de una tienda y localizamos una frutería. Yo andaba a la
caza de plátanos, pero ahí mismo descubrí que no hay fruta de mayor utilidad
al cicloviajero que naranjas, mandarinas y en general cualquier cítrico,
pero sobre todo las primeras.
El río pasa por ahí; se trata de otra ruta que
convendría explorar, pero en dirección norte, o a la inversa si se quiere. Aquella
vez nos dirigíamos hacia el este: Tepexi, San Juan Raya, Zapotitlán y Tehuacán.
Si se pedalea para arriba eventualmente se llega a la presa de
Valsequillo, afuera de Puebla, y hay dos o tres pueblos en la región que anuncian algún atractivo adicional: Chietla, Chinantla, Cuauhtinchan, Huehuetlán…
II
Levanté la tienda y subí al pueblo a buscar al Inspector,
máxima autoridad del pueblo: tenía algo que contarle. La tarde de ayer, luego
de deambular por el pueblo y pedirle a él mismo autorización para instalarme y
pasar la noche junto al río, aparecieron tres hombres sigilosamente a mis
espaldas, una vez que había terminado de montar la tienda de campaña. Uno joven
y dos mayores. El joven traía cubrebocas, uno de los mayores portaba un
paliacate al estilo Libro Vaquero y el tercero
se cubría la boca con la mano, a manera de protección—segundo año de pandemia
y a punto de iniciar el tercero.
Había bajado a instalar la tienda en una amplia playa que
se formaba a la derecha del río. El Inspector me dijo: póngase donde más le guste,
puede ser en la explanada de la iglesia o en la cancha. Le dije que si no había
problema acamparía junto al río. Sin problema, donde quiera, reiteró.
Es más, dijo, al rato vamos a tener un desfile navideño, está cordialmente
invitado. Vaya, pues muchas gracias, qué agradable coincidencia el haber
llegado a tiempo al festejo. Antes de esto me detuve un momento junto en la
explanada de la iglesia. Un señor de sombrero haciendo labores
de limpieza me preguntó para dónde iba. Le dije que venía de Chiautla y
seguiría hacia Chila, Tulcingo, etcétera. Respondió: Al rato van a venir unos
chileños —de Chila—, por ahí se puede ir con ellos. Ah vaya, muchas gracias
también. Mientras uno me invita al festejo del pueblo, otro amablemente me muestra
por dónde queda la salida.
Ya con la autorización del Inspector bajé sin
temor al río. Más tarde pensaré que la decisión de poner la tienda exactamente
ahí no fue la mejor. En época de lluvias no lo recomendaría; la
crecida inesperada de un solo afluente y adiós mundo cruel, ya no digamos los dos. Era improbable que ocurriera algo así, pero en este país todo puede
pasar. De cualquier forma, tampoco lo pensé en ese momento, así que bajé por
una pendiente de arena que se abría frente a la iglesia y, ya al nivel del cauce,
caminé en dirección hacia el puente. Algunas casas tenían vista al río. Me
pregunté por qué no le sacarían provecho al lugar, pero sus
razones tendrán. Quedé frente a ellas, a una distancia prudente. Pero desde allá arriba se ve todo.
Comencé a desmontar la bici, a levantar la tienda
y a distribuir las cosas para descansar. Era obvio que tenía más de una mirada
encima. Tal vez la gente de alguna de las casas dijo algo. En el ir y venir de
la bici a la tienda escuché primero a dos mujeres adolescentes intentando llamar mi
atención con risas estruendosas desde la azotea de una casa. Se tomaban selfies con la puesta del sol como telón
de fondo. En otra casa, un par de perros enanos lanudos ladraban incansablemente hacia
mí. Los ignoré y seguí con mis ocupaciones. Cuando casi daba por satisfactoriamente
concluido el trabajo, al dar la vuelta descubrí que había tres hombres de pie frente a mí.
Venían a informarme, dijo uno, que algunas
personas del pueblo no aceptaban que un extraño en bicicleta irrumpiera en sus
dominios así como así: ¿quién era yo?, ¿con quién venía?, ¿pensaba meterme
a robar a sus casas?, ¿qué andaba buscando por aquí? Añadió el segundo que, después de
que yo entrara al pueblo, unos fulanos en moto se asomaron preguntando por mí. Obviamente esto lo decía con la intención de ilustrar que yo no era una persona de fiar,
porque seguramente estaba coludido con esos hipotéticos maleantes, que desde luego eran ficticios; pero más tarde, recordando lo ocurrido, pensé en la posibilidad, aún
peor, de que más temprano, en el trayecto hacia este lugar, alguien en el camino me haya visto pasar e
intentado darme alcance, desde luego no con buenas intenciones, y llegara al pueblo preguntando por un ciclista. Mire, añadió el tercero, aquí adelante hay otro pueblo, seguro que ahí lo reciben. Sí, los famosos
chileños, ya me hablaron de ellos, pensé sin decir nada.
Les dije que el Inspector ya me había dado autorización de pasar
ahí la noche. No todos en el pueblo están de acuerdo con lo que diga el Inspector,
respondió el segundo lapidariamente. Maldita sea, esto se estaba poniendo feo. Además, agregó el primero, ¿dijo que
venía de Morelos? Uuy, allá la maña
está muy fea, qué tal que usted es uno de ellos. ¡Nooooo, cómo cree!, respondí con
risa nerviosa. Yo no me dedico a eso. Ando paseando en la bici, sin intención de ir por ahí molestando
gente. Y pensé: ¿resulta probable que alguien
con intenciones de cometer delitos ande en una bicicleta? Me parece que no,
supongo que solamente buscaban un pretexto para echarme.
Ahora
llegaba el momento de insistir, pero de no haber éxito tendría que levantar
todo y agarrar camino a quién sabe dónde y en medio de la oscuridad. Comencé
desde cero: les dije nuevamente quién era, de dónde venía, por qué estaba ahí,
para dónde iba; pero sobre todo, lo que más les interesaba a ellos y también a
mí, cuándo lo haría: mañana a primera hora levanto todo y me voy, sólo voy de
paso y no ando en busca de problemas. También, al recordar el incidente, pensé si no habría sido
mejor aceptar y largarme sin más, lo cual evidentemente me habría puesto en una
situación difícil; pero, oh sorpresa, por alguna razón se convencieron
y aceptaron que pasara la noche ahí. Quizá sólo se hartaron de escucharme o tenían
prisa de irse a ver el desfile. Para asegurarme de que no se retractaran,
subrayé una vez más que a primera hora me verían agarrar el camino derechito a
la salida del pueblo.
Luego de este penoso incidente me dispuse a lavar
ropa junto al río, como manda la tradición cicloviajera, y a descansar. En esas estaba cuando empezaron a bajar del cerro, por la carretera, uno tras otro, decenas de carros y camionetas con música y adornados
con luces de colores y atuendos navideños de todo tipo. Mi idea del desfile
había sido otra, pero ahora que ya oscurecía me di cuenta de que el espectáculo
era en grande. A la distancia conté unos cincuenta vehículos,
además de un ingente número de motos que también participaban en el
carnaval. Venían de Chila, entraron a San Juan y continuaron hacia Chiautla.
Esta vez agradecí no haber acampado en la
explanada de la iglesia: habría sido incómodo para mí y seguramente algo
extraño de ver para los desfilantes. Y me pareció injusta la actitud de los
cuatreros que vinieron a echarme: al parecer no había problema en que entraran
a su pueblo decenas de personas que venían de otros lugares al desfile, pero sí
les resultaba peligroso un ciclista que sólo pedía un lugar donde pasar la
noche. Ahora, cuando le contaba al Inspector que tres
individuos bajaron al río a decirme que me fuera, respondió con toda calma: sí, son
los de la Ronda, ya sabían que se iba a quedar pero nomás querían asegurarse de que todo anduviera bien…
III
12 del día.
Acabo de llegar a Chila de la Sal, un pueblo
donde, como su nombre lo dice, el pueblo entero, o casi, se dedica a la
producción de sal. Antes de llegar a Chila pasé por otro
pueblo que también se dedica a esta labor, San Pedro Ocotlán. En realidad
los confundí, porque cuando iba bajando hacia este último pude ver las salinas
en la ladera del cerro y, por el nombre del pueblo, pensé que se trataba de
Chila.
Para llegar a Ocotlán fue necesario cruzar el
cerro y la subida no estuvo nada fácil: primera pendiente digna de respeto en este viaje. Cinco kilómetros, aproximadamente, que pedalee con el hígado durante
poco más de una hora; es decir: que mi ritmo de pedaleo era de un kilómetro por
hora más o menos. Nada mal, considerando la inclinación que tenían algunas rectas
y curvas en este tramo. Antes de dejar San Juan e iniciar la jornada me detuve en
un mesón junto al puente. La
señora tenía tamales, y me explicó que su forma de prepararlos consistía en revolver
todo en la licuadora y después hacer el tamal, sin ponerle nada dentro. El
señor de la casa me hizo las preguntas de rigor y me informó que tendría que subir el cerro de enfrente: ¿Ve usted
la punta del cerro hasta allá arriba? Pues hasta allá tiene quellegar. Maldita sea, pero aquí andas, pensé.
Eventualmente llegué a la punta del cerro. No
había una sola nube, pero en las curvas, el muro que se levanta al lado opuesto
del barranco ofrece una generosa sombra, una curva sí y otra no, que aproveché
tres o cuatro veces para beber agua, descansar un par de minutos y disfrutar del
paisaje. Llegué a la cima y bajé hacia Ocotlán, que está relativamente cerca, junto
a la carretera, pero seguí de largo. El silencio y la tranquilidad de la
carretera se veía interrumpido de vez en cuando por algún motociclista a toda
máquina, algún camión repartidor o alguna camioneta transportando cualquier
cosa que la gente necesite para su trabajo en el campo o con el ganado. Cada tanto pasaba sobre mi cabeza algún
zopilote que luego volvía a encontrar unos metros adelante sobre un
cactus candelabro, o atravesaba la carretera una lagartija con prisa y terror a
ser destripada en un parpadeo.
Ahora que digo lagartija recuerdo que, un año
antes, en el trayecto de Kilómetro 40 a Kilómetro 30, en Guerrero, bajé una
pendiente que me hizo agarrar buena velocidad. Por la cada vez mayor presencia
de zonas urbanas en esa carretera, aprendí a poner especial atención a los
topes. Ya en un par de ocasiones, por no verlos, estuve a punto de quedarme sin
dientes, sin lengua, sin bici, por separado o todas juntas. Esa vez me iba
cuidando de no perder el buen paso, pero sin caer en la imprudencia de dejarme
ir como gordo en tobogán. Pero inevitablemente lo hice cuando pude asegurarme
de que en los próximos metros no había barreras ostensibles. En eso estaba
cuando de pronto, a unos diez metros de distancia, saltó de la cuneta al
pavimento una iguana de tamaño regular —quiero decir que no era tamaño dinosaurio—
y quedó oportunamente con la cabeza justo en el trayecto próximo de la rueda
delantera. Esquivarla habría implicado perder el control
de la bici y rodar varios metros por el asfalto, además del chingadazo. O no.
Nunca lo sabremos. El caso es que, por la distancia y la velocidad a la que
iba, aquello ocurrió en un parpadeo. Por alguna clase de
intervención milagrosa o quién sabe qué cosa, la bici pasó a un pelo de la nariz de
la temeraria iguana. Si hubiera ido a dar al piso ciertamente me habría dolido
la caída, pero me habría dolido más, estoy seguro, el atropellarla o, peor aún,
destriparla.
Por fortuna, nada de esto ocurrió, sólo el susto
y un sincero insulto para nuestra escamosa amiga. Unos kilómetros adelante
recuerdo, más o menos en ese orden, a un pitbull que estaba escondido bajo una
camioneta junto a la carretera, encadenado para mi fortuna, que sin avisar saltó contra mí cuando pasaba a su lado; una chica trans con cabellera de concurso, rizada y rubia, al borde de la carretera, en horario de trabajo, aunque ésta no intentó nada en mi contra pero tampoco lo contrario; y una
mujer regordeta, joven, en la parada de camiones, que cuando pasaba junto a
ella me dijo: “Dame agua”, así que me detuve, desamarré la botella y se la di;
pero cuando estuvo cerca de inmediato me pidió dinero. Luego vi que en
la parada había un hombre observando el desarrollo de la escena a cierta distancia —aunque
probablemente no estuvieran juntos—, así que estiré la mano requiriendo la devolución de la botella, la amarré al portabultos y me alejé de ahí rapidito.
Quizá si la morra me hubiera dicho algo como
“Muero de calor” o “Se me olvidó mi botella” habría seguido interactuando
con ella sin problema, pero me desconcertó el hecho de que me pidiera dinero. Dinero,
siempre dinero:
It’s all the goddamn money, Ed Tom. Money and the drugs. It’s
just goddamned beyond everything. What’s it mean? What’s it leading to?
dice
el sheriff Roscoe en No country for old men.
Pues esta muchacha no parecía una persona
realmente necesitada de ayuda. Al contrario, creo que sólo había buscado
algún pretexto tonto para hacerme detener. Por alguna razón pienso, aunque
quizá sea sólo mi prejuicio, que algunos puntos en toda esa zona, que son la periferia por la que hay que atravesar para entrar a Acapulco, es mejor pasarlos
sin hacer muchos aspavientos. O no. Es lamentable y no puedo evitar
pensar que es triste verlo así, pero es así. Uno puede predicar todo el amor y la
paz del mundo, pero la realidad a veces es demasiado brutal.
Volviendo al camino a Chila, también aparecía
cada tanto, aparte de lagartijas, alguna vaca junto a la carretera, de la que
me separaba con seguridad una cerca de alambre de púas, aunque a veces estas vallas
están rotas o en algunos lugares simplemente no existen. Como le diré más tarde
a alguien, me preocupa más toparme de frente con un toro suelto que con otra cosa.
La probabilidad de que esto ocurra junto a la carretera no es mucha, pero el
ganado abunda, así que no es imposible. Algunos días después, al ir en
dirección a Tonalá —“Tonalá, Tonalá”, canta Lila Downs— me encontraré con un
puñado de vacas a media carretera, y varios días más tarde, con otro más por
los rumbos de Santa María Zacatepec, la
Puerta hacia la Costa Chica.
El zopilote me observaba paciente desde la punta del cactus, esperando mi caída. No había
avanzado tanto el día pero ya llevaba un buen par de horas de sol. Me detuve a ponerme bloqueador, no podía
postergarlo. Varios días después, rambién en el camino a Tonalá,
estuve demasiado tiempo bajo el sol sin protección por la mañana y llegué al
punto en que ya ni el bloqueador ni una camisa extra resuelven el ardor en la
piel provocado por las quemaduras. Algo muy imprudente, error que he cometido
varias veces y que se paga con una mala noche con dolor e insolación.
Comencé a bajar. Otra vez las salinas en las
laderas. Entré al pueblo y, en la calle principal, me detuve afuera de una
tienda…
IV
En los escalones a la entrada había un hombre de
mediana edad, sentado, entreteniéndose con el celular. Me vio de reojo y siguió
en lo suyo. En la calle, a unos metros, montado en moto, un muchacho, no más de
veinte años, hacía lo propio con su teléfono. Bajé de la bici y agité el
celular por lo alto intentando “agarrar” señal.
—¿De dónde viene? —me preguntó el de la moto.
—Ahorita de aquí de San Juan, voy para Tulcingo.
—Ahhh, ¿pero de dónde es?
—Vengo de Morelos —nunca decía el lugar exacto,
pero dudo que esto sirva de algo. El otro hombre se levantó y entró a la
tienda.
—¿Y ahí se va a quedar en Tulcingo? —indagó un
poco más.
—No, a ver si llego a Tecomatlán.
—Ahhh ¿y a qué va a Teco? —insistió.
—A nada en especial, sólo voy de paso.
—Ahhh, ¿y hasta dónde va?
—Voy para Oaxaca.
—Ahhh…
Fin del interrogatorio. No me pareció malintencionado.
Luego de un rato, encendió la moto, se despidió y arrancó levantando el polvo
de la calle. El de la tienda ya había vuelto y se quedó de pie en la entrada.
Cuando se había esfumado por completo la moto, me advirtió:
—Tenga cuidado de no darle mucha información a
“estos” —dijo, en alusión al motociclista. —No le vaya a dar el pitazo a
alguien.
Ocurre que al andar de un pueblo a otro, forman
una gran red de información muy valiosa sobre pueblos y caminos en la región.
Se conocen entre todos. Si no pueden mensajearse o llamarse, abarcan grandes
distancias en poco tiempo a gran velocidad. Antes de irse, le pregunté al de la
moto cuál era su ruta, hasta dónde llegaba y cuántos viajes hacía en un día. Me
dijo que podía hacer encargos desde ahí, Chiautla o Tulcingo hasta Tlapa, en
Guerrero, en un par de horas “metiéndole duro”. Para darse una idea, Tlapa
queda como a cuatro o cinco horas de distancia en automóvil. Morritos de veinte años en
moto que son los dueños del camino. Uno quiere pensar que sólo son mensajeros o repartidores, pero seguramente a
alguien ya se le ocurrió la idea millonaria de sacar alguna ventaja de este
invaluable recurso. O tal vez sea ese mismo alguien quien incentiva esta
economía política de la información en una zona remota, de difícil y limitado
acceso. Y sabemos bien que información es poder.
El de la tienda continuó: “Mire, si va para
Tulcingo, tenga cuidado. Aquí sí está tranquilo pero allá está feo, no deje su
bici en cualquier lugar porque seguro se la roban, y no se detenga a hablar con
cualquiera porque ahí sí está
peligroso…” Comenzó a ponerme nervioso: “Mire, yo le recomiendo que, después
de Teco, se siga hasta Acatlán, y si no llega hasta Acatlán, se detiene en
Palomas y ahí se queda, porque de ahí para adelante no hay nada y está bien peligroso, la carretera está llena de
cruces de que ahí los dejan nomás…” Mejor guardé el celular, me trepé a la bici y me despedí porque
no sólo me estaba poniendo nervioso sino también de malas. Pero el daño ya
estaba hecho.
En el siguiente tramo hasta Tulcingo, unos quince
kilómetros, la mitad de subida, no me pude quitar de la cabeza, por más
que lo intenté, la idea de que me había ido a meter a la guarida del lobo, de
que en cualquier momento me asaltarían y dejarían tirado en el camino con una
mano por delante y otra por detrás, o peor aún, en cachitos y a merced de los
zopilotes. La cosa se puso peor porque el sol estaba en todo su esplendor y el
camino no era precisamente una supercarretera de primer mundo. Además, siendo
un camino secundario, es muy fácil comenzar a pensar que un lugar tan solitario
es el escenario perfecto para los crímenes más horrendos que la humanidad pueda
perpetrar. Maldita sea.
Mientras pedaleaba de subida con todas mis
fuerzas y lo más rápido que podía, como si me vinieran persiguiendo los mil
demonios, vi pasar tres o cuatro automóviles y varias camionetas con mercancía de distintos tipos: juguetes,
material para construcción, muebles, ganado… Un rato más tarde me dio alcance
una moto tripulada por dos hombres. Al pasarme, el que viajaba en la parte trasera volteó y me
gritó:
¡Good morning, amigo!
Bueno,
al menos me daban por gringo y eso reducía la probabilidad de acabar al fondo de
un barranco. Suena feo pero es así.
Una vez remontada la subida comenzó el descenso.
Esto me dio cierta tranquilidad y redujo la tensión. Ya hasta los dientes me
dolían. Eventualmente llegué a Tulcingo y me detuve en la primera esquina donde
vi algo similar a una fonda. En realidad era una minitienda, pero también
vendían comida. La atendía un par de niños, pero cuando les pregunté si tenían
comida le gritaron a la mamá, que salió cargando un bebé. Mientras comía observaba con suspicacia
cuanto automóvil pasaba frente a mí. Entonces caí en la cuenta de lo patético
de la situación. A menos que el bebé o los niños de la tienda fueran temidos malhechores,
en realidad se respiraba en el pueblo un clima de absoluta calma. A veces sólo
se necesita cambiar un poco la perspectiva y sacudirse de encima miedos absurdos.
Terminé de comer y bajé al zócalo. Lo
primero que encontré fue una procesión en sentido contrario: familia completa,
en sus mejores galas, saliendo de la iglesia con banda de viento,
festejando la presentación en sociedad de otro recién llegado al mundo. Seguramente
otro peligrosísimo bebé. Me detuve en el zócalo y después de un rato entré a un
pequeño hotel en una de las calles aledañas en busca de un baño. Nadie en la
recepción. Piqué el timbre. Nadie. Esperé pacientes cinco minutos que se convirtieron en diez, quince… Nadie. Me asomé en la primera habitación: cuarto de
servicio. La segunda: habitación con baño. Hice un último intento con el timbre
y, ante la definitiva ausencia de recepcionista, entré al baño. Todavía al salir
esperé otro poco, pero no podía hacerlo eternamente. Puse cinco pesos en el
mostrador con una nota:
“Usé su baño. Muchas gracias”.