Entra en un árbol.
Esparce tu cuerpo por el mundo.
Sumérgete en el alma de tu propio nombre.
Siente las sensaciones entre los ojos.
Con la mente, eleva el cuerpo hasta el espacio.
Traga luz.
Sumérgete en el alma de tu propio nombre.
Siente las sensaciones entre los ojos.
Con la mente, eleva el cuerpo hasta el espacio.
Traga luz.
Eres el viento.
Vive en un espacio sin límites.
Entre cada temblor, observa la luz inmóvil.
En el bosque, hay un árbol que es tuyo. Encuéntralo.
En verdad, todo el mundo es el universo.
— A años luz (Alain Tanner, 1981)
Entre cada temblor, observa la luz inmóvil.
En el bosque, hay un árbol que es tuyo. Encuéntralo.
En verdad, todo el mundo es el universo.
— A años luz (Alain Tanner, 1981)
1
Ayer que me encontraba en el puente
sobre el Balsas, cuando llegué aquí, únicamente atiné a tomarle un par de fotos
al río. Preocupado por saber dónde pasaría la noche, dejé ir la oportunidad de
registrar con calma y lo mejor posible mi arribo a esta segunda parada. Así
que ahora, apenas dejo el hotel Carito, vuelvo al puente y le tomo un par de fotos a
la bici.
No tardo mucho en salir del cuarto; descansé
bien, a pesar de que no logré nunca equilibrar el calor con el aire
acondicionado escandaloso que enfriaba la habitación más de la cuenta: apaga el
aire, prende el aire; apaga el aire, prende el aire…
Pido desayuno completo en el restaurante,
donde dos policías estatales ya están en la sobremesa, escarbándose los dientes
con un palillo de madera. Los saludo ceremoniosamente, porque, como decía mi
abuelo, es difícil tener amigos pero es más difícil no tenerlos —no estoy tan
convencido de la verdad de esta sentencia, pero creo que en este caso se aplica
muy bien—. El día anterior había aquí un retén de la Guardia Nacional y
militares vigilando lo mismo a quienes seguían de largo en la carretera como a
los que entraban y salían de Mezcala.
Los agentes del orden observan a la
distancia cómo cargo el equipaje en la bici: una bolsa de cuadro y una Sanbernardo®, la más viejita, en el
manubrio; el sleeping, la tienda de
campaña y otra Sanbernardo® bajo el
sillín y sobre el portabultos, además de las chanclas, una bolsa extra con
trastes, el sombrero calentano y una sudadera, todo bien agarrado con tensores.
Al otro lado de la carretera hay un
mesón, y frente a él, la parada de autobuses, donde dos jóvenes, padre y madre,
con una pequeña en brazos, esperan pacientes el servicio. Ya pasa de las 8 am y
aún es buena hora para comenzar a pedalear. Llevo 179 km y me esperan unos cien
el día de hoy.
2
La primera etapa abarca unos treinta
kilómetros. Pretendo hacer un primer descanso en un lugar llamado Venta Vieja,
o más adelante, en un sitio que aparece en el mapa con el nombre de Milpillas.
La mañana es fresca, pero pronto el calor vuelve por sus reales.
Pedaleo. Voy pensando en eso y en la
tranquilidad de la carretera. A la izquierda está el cerro; a la derecha discurre
el cauce seco de un río. No sabría decir si está seco porque no es temporada de
lluvias, porque ha muerto de muerte natural (si es que eso existe) o porque
alguien se lo ha estado agandallando. Pero si pensamos que en la región, y en
general en todo el estado, abundan las minas, no sería improbable que fuera esto
último. “No es sequía, es saqueo”, acabo de leer por ahí.
El lugar alrededor parece tranquilo y
solitario. Pude haber acampado aquí sin ser molestado. Pero apenas avanzo un
poco veo a lo lejos gente que deambula por el sitio. Más adelante aparece una
ladrillera y, un poco más lejos, pero a la izquierda, un pequeño poblado con un
nombre digno de las historietas del monero Jis: Plan de Liebres.
Este tramo, como el que recorrí ayer
desde Iguala, tiene un buen acotamiento para pedalear sin preocupación de
carros y camiones. Mientras no me distraiga, dé un golpe de timón innecesario o
algún otro acto absurdo, puedo seguir tranquilo. Además, hay relativamente poco
tránsito, lo cual alivia aún más el trayecto.
Llego a Venta Vieja: un par de casas al
pie de la carretera. He avanzado a buen ritmo y no quiero perderlo, así que
mejor sigo: no falta mucho para llegar a Milpillas. Me detengo cada tanto a fotografiar
el cerro y las formaciones en el corte vertical que hicieron los trascabos para
abrir camino: fascinantes texturas de piedra.
Me sorprendo de encontrar una colorida
capilla junto al camino: esto es Milpillas, no hay otra cosa. A menos que un
pueblo se oculte tras la montaña. Es otro buen lugar para tomar fotos. No hay
un alma, pero tampoco razón para alarmarse.
Descanso un poco. El lugar emana
tranquilidad. Tal vez sea la presencia vigilante de la santa. Recuerdo el texto de Duvignaud que habla de este tipo de lugares: cruces, santuarios, piedras,
algo que indique un lugar, o una bifurcación, algún centro de peregrinaje, el
límite de un pueblo… Lugares donde, por lo regular, la naturaleza, antes que
cualquier religión o culto, señaló la presencia de una fuente de poder telúrico
ancestral. De pronto se me ocurre que tal vez haya ojos en todas partes
observando sigilosamente, mientras yo estoy aquí pensando que no hay nadie. Quién
sabe. Mejor sigo.
3
Pedaleo. Hay un tráiler negro
estacionado al borde de la carretera. El camino se ha vuelto sinuoso y bajo él
cruza, de un lado a otro, el cauce del río seco: es una serpiente interminable
que zigzaguea juguetona de acá para allá. Algunos puentes son engañosamente breves
y otros ostensiblemente largos. Por ratos, la sombra que proyecta el cerro a la
izquierda cubre todo el asfalto; de pronto, la montaña se agacha y el sol matutino
se asoma tímidamente.
Al doblar la curva se encuentra de
frente un cerro gigantesco que proyecta una sombra casi del mismo tamaño sobre
todo lo que encuentra. El camino parece ir a estrellarse directamente contra
ese muro, pero en realidad continúa hacia la derecha por un recodo en la ladera.
A partir de ahí se acaba el acotamiento y, hasta llegar a Zumpango del Río, la
carretera son apenas dos carriles sin mucho espacio para esquivar a conductores
locos y apresurados.
Me detengo en un pequeño poblado, El
Platanal: unas cuantas casas y una tienda al borde del camino; afuera, dos
niños juegan a asustar a un pequeño conejo enjaulado. La mamá, o lo que sea,
está en la tienda viendo la tele. Le compro dos botellas de agua con azúcar y
trato de informarme de lo que aún me falta. Tal como supuse, sigue siendo
subida.
Llego a Zumpango sin grandes
dificultades. La entrada se bifurca en carriles laterales y centrales, por
donde cruzan los que siguen de largo. Me detengo para asegurarme de no ir por
el rumbo equivocado, pero sobre todo porque no me quiero meter en el desnivel
por donde bajan a toda velocidad autobuses, tráileres, pipas, autos
particulares y lo que sea que pueda acelerar como si no hubiera un mañana.
Le pregunto a dos morras —jóvenes,
muchachas, señoritas— si por la lateral salgo a Chilpancingo y me dicen que no,
que tengo que seguir por el desnivel, pero que si quiero irme por ahí es lo
mismo. Y, efectivamente, más adelante la lateral se une al cauce principal.
Sigo entonces por aquí, disfrutando la casi
total ausencia de automóviles. Antes de volver a la carretera, a la salida del
pueblo, me detengo en el estacionamiento de un centro deportivo, la Cancha del Ejército. La sombra de los árboles invita a escapar del sol de medio día, ya en
todo su esplendor.
Ante la mirada socarrona de un grupo de
deportistas que para entonces ya se están quitando la sed en el carro con unas
caguamas, me baño en bloqueador solar hasta donde puedo sin cometer faltas a la
moral. Ahora parezco personaje de ópera dieciochesca —sólo me falta la peluca
de Voltaire—. Preferiría esperar a que el sol se calme un poco o, de plano, desaparezca
tras la montaña, pero eso no ocurrirá pronto.
4
La salida de Zumpango es una recta. Al
fondo acaba nuevamente en un recodo, al pie de un imponente cerro donde la cara
de Pablo Amílcar, uno de los candidatos de Morena a la gubernatura del estado, sostiene
una discreta sonrisa eterna en un anuncio espectacular que, ante la
majestuosidad del cerro, resulta insignificante —no en vano anuncia lo que
anuncia—. Es inevitable verlo. La única opción es mirar el asfalto, o voltear a
los costados, o improvisar unos tapujos con las manos; pero invariablemente, al
levantar la mirada, ahí está Pablito, tratando de ganarse la simpatía del
guerrerense o de quien por aquí pase.
Este tramo que conecta Zumpango con
Chilpancingo en realidad es muy cómodo para el pedaleo. Tiene cuatro amplios carriles
con acotamientos generosos —al ingeniero civil que lo construyó: gracias por no
ser un tacaño chambón—. El único inconveniente es que se trata de una buena
subida —muy buena—, que hay que ir escalando con paciencia. No son muchos
kilómetros, pero cuestan.
Al fin consigo librarme de Amílcar. Voy
subiendo despacio y me detengo cada vez que se me antoja. No hay ninguna prisa.
Como ya dijimos antes, this is not afucking race: si hay sombra, me paro a disfrutarla; si veo un pájaro o ser
de la naturaleza, me detengo a contemplarlo; si veo algún objeto extraño en el
piso, me paro a mirar con detenimiento qué cosa es; si me da sed, freno y le
doy unos tragos al bidón… Lo que haga falta.
Veo piedras, aves, árboles escuálidos
en el cerro, todos recibiendo la bendición de la luz del día. Al otro lado del
valle, un camino se abre paso en la ladera de un cerro. Pienso que puede ser la
Autopista del Sol. Me aproximo a un entronque que dirige hacia Tixtla. El
camino se ensancha aún más. Sigo la flecha blanca que me indica mi destino.
A la izquierda hay un hospital y pienso
que queda muy lejos de Zumpango, pero sólo tengo que avanzar un poco más para
ver la entrada a Chilpancingo. Esto me da un enorme gusto por dos razones: he
llegado hasta aquí en bicicleta sin mayores contratiempos y ahora comienza una feliz
bajada.
5
Antes de lanzarme alegremente en
descenso me detengo a ponerle aire a las llantas en una de las gasolineras a la
entrada de la ciudad. Hay una buena cantidad de turistas. Me pregunto si esta
es la estación que incendiaron los policías federales para luego culpar a los
normalistas de Ayotzinapa, allá por 2011, el día que éstos bloquearon la
carretera y aquellos, así sin ningún pudor, asesinaron a balazos a dos
estudiantes. No veo los nombres de los caídos pero deben estar por ahí: Alexis Herrera y Gabriel Echeverría.
Chilpancingo mide como diez kilómetros de
largo, desde esta entrada hasta el otro extremo, en el pueblo de Petaquillas, y
como ya dije, de aquí para allá es pura bajada. También hay carriles laterales,
así que me voy por ahí, con calma, atento por si encuentro algún lugar para comer.
Me detengo en la parada del microbús.
Un grupo de morras —señoritas, muchachas, jóvenes— que vienen en la cajuela de una camioneta me miran,
cuchichean y sonríen. Esto de ver pasar cicloturistas no parece ser algo muy
común por aquí. Me olvido de andar alborotando lugareñas y pregunto por la
comida. Me mandan al Mercado del PRI. Ni modo, usos y costumbres.
Llego al susodicho mercado y, desde una de las cocinas,
una morra —señorita, muchacha, joven— me ve y sonríe, entre amable y ruborizada,
al descubrir en sus dominios algo tan improbable como un cicloturista. Se acerca a la baranda
y me invita, toda sonriente, a entrar en su fondita, antes de que la
competencia le gane al cliente. Sólo soy un aficionado a la bici que viene muy
sudado, cansado y hambriento, pero igual se agradece que lo reciban a uno como
si fuera el mismísimo Pablito Amílcar.
Le pido albóndigas y ella las acompaña
con frijoles y tortillas hechas a mano. También le encargo un litro de agua de
limón con mucho hielo, y corre al puesto de aguas frescas a dar la orden. Mientras
llega el agua le voy pellizcando a la tortilla, remojándola en salsa roja y
acompañándola con semillas.
La muchacha me observa desde la barrera
mientras prepara algo y atiende el teléfono. Se da cuenta de que no me decido a
comer y pregunta desde allá: ¿no le gustó su comida? Es que estoy esperando mi
agua, le respondo. Y corre nuevamente a preguntar a ver a qué horas con el
agua. Vuelve con ella, y entonces sí, a comer.
Un ojo al taco y el otro a la bici, que
está recargada en la baranda. En la mesa de enfrente, dos comensales me
observan cada tanto silenciosos, en una especie de mezcla entre curiosidad y
trabajo de halcón. ¿Será mi paranoia? Hay que ser precavidos pero sin
alarmarse. Por desgracia, Chilpancingo es una de las ciudades más violentas de
México, pero ciertamente no tan violenta como Cuernavaca, que está en el lugar 19 entre las 50 más violentas del mundo. Prefiero concentrarme en las
albóndigas.
6
Ahora que soy una albóndiga con ruedas comienzo el
pedaleo para salir de aquí. Antes busco un cajero automático a la altura de la
terminal de autobuses, lugar céntrico y concurrido donde parece no haber pandemia. Esto me permite explorar
rápidamente algunas calles de la ciudad, más allá de la carretera. En dirección
a la salida encuentro una glorieta rematada con magueyes y representaciones de
piedra de personajes autóctonos ancestrales que me recuerdan a los gigantes de
la isla de Pascua o algo por el estilo: mi crítica de arte.
Me encuentro cerca de la salida. El sol
ya no golpea con fuerza y algunos tramos de la ciudad escapan a su omnipresencia.
La tarde empieza a tomar forma pero, según yo, aún es temprano para cantar
victoria. Después de la comida y el breve descanso recuperé energías, y ahora
voy bajando con el ánimo y la alegría de poder continuar el viaje, disfrutando
de la tranquilidad del atardecer. Me detengo en un puesto de frutas a comprar unas
mandarinas, cuya frescura siempre resulta un alivio en cualquier momento que
uno decida pararse a descansar.
Finalmente cruzo el entronque a la
salida de la ciudad. A partir de aquí comienza una subida que dura varios
kilómetros, otra vez en una carretera de sólo dos carriles y sin acotamiento.
Sin embargo, los conductores toleran mi presencia guardando cierta distancia al
rebasar, a veces no la que uno esperaría pero algo es algo, y puedo ir subiendo
a paso lento pero seguro.
En algún momento veo un letrero: Tierra
Colorada, 50 km. Este ha sido un día largo y apenas llevo la mitad. Luego veo
el reloj y son más de las 4 pm. Dentro de poco el sol se ocultará y no pienso
pedalear de noche. Continúo pero me pregunto si acaso sería mejor terminar la jornada
aquí. Decido seguir hasta donde sea posible y, llegado el momento, detenerme
en algún lugar seguro, sea una vivienda, un hotel o a campo abierto.
La subida, para mi buena suerte, se acaba rápido en un paraje llamado Rancho Laguna. A partir de ahí comienza un
descenso gracias al cual avanzo, en poco más de una hora quizás, casi treinta
kilómetros, siempre que la velocidad no implique caer y quedarme sin dientes. Hay
viento en contra y eso me detiene un poco, pero resulta peligroso,
porque también llegan fuertes ráfagas de costado que tambalean la bici.
Primero paso por la entrada a Mazatlán y luego por
debajo de la Autopista del Sol, a la altura de Palo Blanco. Tras una buena
cantidad de cerradas curvas, a la sombra protectora de cerros gigantes, llego a
la entrada a Acahuizotla. Toda la región es una área natural protegida, de
increíbles paisajes, cañadas y abundante vegetación.
La bajada termina en Rincón de la Vía, en
un pequeño valle donde van apareciendo pueblos, uno tras otro, al borde de la
carretera: Cajelitos, Buena Vista de la Salud, Ocotito, Mohoneras, Julián Blanco, Carrizal de la Vía, y por último, Garrapata, unos kilómetros antes de llegar por fin a Tierra Colorada. Junto al primero hay un lago,
el Lago Islas, y más adelante un pequeño zoológico y hasta una zona
arqueológica, Tehuacalco. Estoy tentado a acercarme a cualquiera de estos lugares a buscar donde acampar.
Aunque ya no se ve el sol aún hay suficiente luz y es posible pedalear.
Continúo.
A partir de Ocotito el camino se
inclina a mi favor nuevamente. Sólo no hay que confiarse porque, siendo una
zona semiurbanizada, por la abundante cantidad de pueblos, cada tanto aparecen
de la nada topes de altura considerable y la bici ya reparó un par de veces con
todo y jinete.
Al borde de la carretera se ven piedras
enormes, de varios metros de diámetro, como si esto fuera el lecho de un río,
pero que parecen haber rodado desde la punta del cerro hasta aquí hace mucho tiempo. Voy
pensando en ello y en el alivio de que estos cincuenta kilómetros fueran casi
completamente de bajada.
De pronto comienzan a aparecer cada vez
más casas y topes que interrumpen el descenso, y el declive se hace cada vez
menor. Pienso que voy llegado a mi destino, este día, pero busco un lugar en
particular. Al doblar una curva finalmente lo encuentro, he llegado. Hacía casi
treinta años que no pasaba por aquí. Esa imagen, la imagen de esa entrada al
pueblo, me remite de golpe a un pasado lejano, no sabría decir si poco glorioso
o privilegiado. Seguramente ambas.
Algo ha cambiado y a la vez nada. Quisiera
poder asimilar con más calma el momento de haber vuelto aquí tanto tiempo después, aunque esta vez yo
solo y en bicicleta, pero una gran manifestación de gente ante mí —cientos, quizá miles, no
sabría cuántos con exactitud— avanza por la carretera en dirección opuesta de
donde vengo, ocupando un carril completo. El hombre que encabeza la marcha, de la mano de otros hombres y mujeres, lleva sombrero calentano y collares de flores. Hay música, cuetes, pancartas… Una de
ellas, hasta el frente, dice algo como: Tierra Colorada va con Félix.
Hoy es 3 de enero de 2021. El reloj
marca las 18 horas.
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