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Por los caminos del sur, 2: de Taxco a Mezcala

on martes, 26 de enero de 2021

 

No te sirve de nada escarbar un poco con una azada. 

Tienes que cavar hondo hasta lo más profundo. 

Hasta llegar a la violencia y el amor.

Tienes que perderte en la tierra. Tienes que convertirte en abono.

Tienes que convertirte en la lluvia y el sol.

 

— A años luz (Alain Tanner, 1981)

 

 

1

 

Desde el momento en que decidí pedalear en dirección a Guerrero sólo pensaba en dos cosas: tomarme una Yoli de botella de vidrio y averiguar a partir de dónde podía conseguirse, en el mercado o donde se pudiera, un buen vaso de chilate. Así que, con esta idea en mente desde el primer minuto, me levanto el segundo día, en Taxco, y cargo la bici con mis chucherías para continuar pedaleando.

 

Antes que cualquier cosa, voy por un desayuno al mercado, que parece que abre tarde porque la fonda donde comí el día anterior apenas va poniendo la mesa y los puestos circundantes continúan cerrados. Consigo tomar café con pan y decido esperarme hasta llegar a Iguala para comer algo más consistente. Aunque no de forma certera, sé que me espera una buena bajada, lo cual juega a mi favor. Fácilmente estaré allá en un par de horas, así que no hay de qué preocuparse en este sentido.

 

Salgo, pues, de Taxco apretando bien los frenos. En este lugar, cualquier esquina es la Casa del Tío Chueco y las calles empedradas no prometen ser de gran ayuda para mantener el equilibrio y los dientes en su lugar. Ya en la carretera me detengo, para no variar, en un Oxxo®. Compro agua y continúo en la dirección trazada.

 

Este tramo es una aventura como pocas: los aproximadamente 15 km de descenso abrupto y las curvas cerradas le recuerdan a uno por qué la felicidad tiene dos ruedas. No quisiera tener que venir en sentido contrario, pero a los ciclistas que entrenan para medírsela —hablo de la bici— en las carreritas este lugar les vendría muy bien. Ahí se los dejo de tarea.

 

Lo primero que encuentro una vez que termina el descenso abrupto es una capilla dedicada a la virgen de Juquila. Es una parada natural por el cambio en el declive del terreno. Mientras voy bajando puedo constatar la elevación en la que me encuentro y cómo la voy perdiendo fatalmente. Pero la bajada aquí no termina: la carretera sigue inclinándose hasta llegar a Taxco el Viejo, un lugar de una tranquilidad y frescura muy agradables, paralelo al cual hay una gran cordillera, y a sus pies, un río que viene bajando desde Huajojutla, por donde pasé un día antes.

 

El descenso sigue hasta llegar a la desviación hacia Temaxcalapa, otra encrucijada conocida por tres razones: 1) justo en ese entronque hay un campus de la Universidad Politécnica de Guerrero; 2) poco antes se encuentra un puente de piedra que recibe su nombre de la comunidad donde se encuentra, Puente Campuzano; pero, sobre todo, porque 3) ahí mismo está el famoso Pozo de Meléndez, una grieta en el suelo, de unos cinco metros de diámetro, que, según se dice, no tiene fondo. Para los que vayan en dirección al Infierno, les informo que aquí está la entrada. De hecho también se le conoce como La boca del Diablo. Ahora ya lo saben.

 

2

 

A partir de ahí tengo que pedalear un poco de subida, pero rápidamente comienzo a bajar de nuevo. Por el declive, pronto llego a Mexcaltepec y, más adelante, a El Naranjo, que también tiene un bonito atractivo turístico: el Puente de la Mano o Puente de la S. Se trata de un puente de metal construido a unos treinta o cuarenta metros de altura sobre el río San Juan, que discurre (el río) por un cañón que termina abruptamente de cara al valle por el que vengo bajando. El puente no era para automóviles sino para el antiguo tren que conectaba Cuernavaca con Puente de Ixtla, Buena Vista de Cuéllar, Iguala y Nuevo Balsas, su último destino.

 

De ahí al siguiente destino son unos cuantos kilómetros nada más. Iguala es un pueblo bicicletero con todas las de la ley: no es precisamente Amsterdam, pero adonde quiera que uno voltee hay alguien pedaleando una bici. Es cierto que hace un calor infernal. Lo que no acabo de entender es por qué se pedalea tanto en esta ciudad si, según dicen los antibici, es imposible pedalear con 40º. Lo que pienso es que en realidad éstos (los antibici) sólo se niegan a bajarse del carro. Lo cual está bien, si eso quieren. Pero de ahí a que justifiquen su decisión pretendiendo negar —con el pretexto del calor— que algo pueda o no hacerse, hay una gran diferencia. No es que no pueda hacerse: es que ellos no quieren hacerlo. Lo feo del asunto es que ese mismo argumento falaz se usa para justificar que no haya planes ni políticas a favor de la movilidad alternativa. En fin.

 

Entrando a la ciudad busco un puesto de barbacoa. Como dijera Gómez de la Serna: El consomé es un agua bendita caliente. Le faltó decir: Y los tacos de maciza son el cuerpo de… etcétera. Para mi mala fortuna no encuentro nada. He de conformarme con tacos de canasta en la salida hacia la carretera federal. Este tramo en la entrada a Iguala puede resultar muy hostil para los ciclistas. Se me ocurre pedalear por los carriles centrales, demasiado angostos y pensados para que los automovilistas sueñen que están en el autódromo. Es mejor ir por las laterales, que afortunadamente las hay. En la entrada a la ciudad, otro retén. Hago nuevamente el saludo amable a los agentes de la Guardia Nacional, que no sólo no me detienen, sino que incluso uno de ellos me dice amablemente: «¡Que le vaya bien!». Así es como uno quisiera que lo trataran siempre.

 

De aquí en adelante el camino es, en general, una línea recta con un puñado de curvas, ligeros ascensos y muchos descensos que ayudan a avanzar a buen ritmo. De forma específica, uno sale de Iguala subiendo, pero en general, en esta dirección, uno va de bajada.

 

 3

 

Desde el día anterior definí una estrategia de ir avanzando por pequeñas etapas de entre 10, 15 y hasta 20 km, para detenerme a beber agua, acomodar cosas, descansar un poco, destaparme o cubrirme del sol, calcular el tramo restante al próximo pueblo, detenerme a hablar con alguien o lo que haga falta.

 

Hay cuatro paradas entre Iguala y Mezcala: Zacacoyuca, Sabana Grande, Tonalapa del Sur y Xalitla. En la primera me detengo para embarrarme bloqueador. Cuando estoy a punto de montar la bici un lugareño se me acerca a formularme preguntas existenciales: de dónde vengo, adónde voy… Le digo que vengo de Iguala y antes de Taxco y antes de Cuernavaca. Se sorprende y dice que ya quisiera él “poder hacer algo así", y me expresa su admiración por lo que hago. No me da tiempo de explicarle que podría hacerlo si quisiera; que yo no soy ningún gran atleta y que cualquiera puede subirse a una bici y pedalear adonde le plazca; que salir a rodar por las carreteras a un destino lejano puede ser una experiencia fantástica e inolvidable; que hay que intentar esquivar el miedo que quieren que tengamos, y un montón de cosas más. Pero sólo me sale de la boca: «Gracias». Tal vez con eso baste.

 

El siguiente pueblo por el que paso de largo es Sabana Grande. En realidad sólo es un puñado de casas, como muchos de los pueblos que voy viendo en el trayecto. En mi caso, me producen un gran asombro y perplejidad. Quiero pensar que la gente que vive en estos lugares más o menos alejados de la ciudad más próxima —en este caso Iguala— vive aún de trabajar en el campo, de mantener ganado, de producir artesanías o alguna otra actividad que uno como citadino ni siquiera soñaría en tener como ocupación. La precariedad de su misma forma de sustento, de sus ingresos, se refleja en el entorno: rústico, precario, muchas veces descuidado. Pero, como siempre, lo que no se ve es lo más importante.

 

Recuerdo mi primer cicloviaje en el Viacrucis Bicicletero. La última parada fue el pueblo de Xantiopan, en la Sierra de Huautla. Estando en el lugar conversábamos sobre la necesidad apremiante de requerir atención médica urgente estando en el lugar. Ocurre que el centro de salud más cercano se encuentra hasta Jojutla o, en el mejor de los casos, en Huautla. Pero el trayecto desde ahí en automóvil puede tomar hasta tres horas. Es necesario desplazarse una gran distancia para cualquier actividad importante: estudiar, acudir al médico, hacer algún trámite, comprar cualquier cosa que uno necesite, a veces incluso conseguir alimento. La distancia es un obstáculo pero también las condiciones del camino y casi siempre la capacidad económica. Entonces hay quienes podrán viajar en un automóvil propio o en el transporte público, pero igual habrá quienes lo hagan a lomo de mula e incluso a pie.

 

Eso es lo que veo al pasar por aquí, así a lo lejos. Hay un poco de viento en contra pero el camino sigue en línea recta y bajando poco a poco. Estoy, metafóricamente hablando, en una constante caída. Desde Iguala, la carretera es de un solo carril de idea y uno de vuelta, pero ambos tienen al menos 1.5 m de acotamiento. Parece haber muchos carros en ambos sentidos, pero aparentemente sólo es tránsito local. Repentinamente descubro que circulan muchos camiones de carga pero pocos autobuses de pasajeros. Pero no es que la gente se esté quedando en su casa como les han pedido: rápido me doy cuenta de que todos se van por la Autopista del Sol.

 

4

 

Luego de algunos kilómetros comienzo a sentir un pedaleo errático. Parece que la bici avanza menos y de pronto se tambalea la llanta trasera. A la distancia hay un letrero: Tecuexcontitlán. A la primera sombra que veo me detengo, justo en el entronque. Tres lugareños negocian ahí mismo el precio de unas artesanías. Los saludo a la distancia y me instalo en el portal de una tienda abandonada. El sol y el calor están en su punto de ebullición. Nunca agradeceremos lo suficiente la sombra que nos obsequian los árboles. Le doy mate a la botella de agua y lamento no haberme detenido a comprar más. Vengo tan tranquilo y de pronto estoy sin agua y con una llanta ponchada.

 

La llanta trasera ha venido perdiendo aire. No está del todo desinflada pero más vale arreglarla. Hay varios problemas en estos casos: tener que bajar toda la carga de la bici, arreglar la cámara ponchada y, sobre todo, encontrar la causa de la ponchadura. Por más que la busco nunca la encuentro, sólo unas pequeñas astillas que más bien parecen desgarraduras internas de la cubierta. Si éste es el problema, la llanta ya no da para mucho. Otro descuido imperdonable. La vuelvo a montar así, arriesgándome a que, medio kilómetro después, me vuelva a ponchar la cámara. Mientras hago las maniobras de mecánico entran y salen del pueblo carros particulares y combis de pasajeros. Invariablemente todos voltean a ver al extranjero, algunos disimuladamente, otros con auténtica curiosidad, algunos incluso me saludan. Mi primer pensamiento en estos casos es que no hay de qué preocuparse.

 

Trepo las cosas a la bici otra vez y regreso al camino. Unos metros adelante hay un mesón. Me detengo a comprar agua simple y un shot de agua con azúcar bien fría. Sigo. Metros más adelante hay una vulcanizadora al otro lado de la carretera. Me doy la vuelta para echarle más aire a la llanta porque nunca consigo llenarla completamente con la bomba manual y no quiero que se ponche otra vez por venir muy aguada.

 

En la vulcanizadora, el talachero está tan ennegrecido como un carbonero. Descansa a pierna suelta en una silla desvencijada a la entrada de la casa, que se ve tan oscura como él, aguantando el calor, hundido en la viscosidad del andar parsimonioso del tiempo y esperando que algún camionero ocupe de sus servicios en este páramo inhóspito. Me recuerda aquella escena de A años luz donde el loco Yoshka Poliakoff le ordena a Jonás atender un despachador de gasolina vacío en una carretera por donde nadie transita.

 

Hay otras tres o cuatro casas cerca de aquí y eso es todo. Viendo el mapa descubro dos pueblos próximos: Palula y Venta de Palula. Además se encuentra Tonalapa del Sur, adonde estoy próximo a llegar. Mientras acerco la bici al compresor para echarle aire, una niña tan sucia como el talachero se asoma a la puerta de la casa cargando un peluche desaliñado. No logro descifrar si su expresión es triste o soñolienta. Le doy una moneda al talachero y vuelvo a la carretera.

 

El último pueblo que me falta pasar antes de llegar a Mezcala es Xalitla. Está en una extensa curva, antes de la cual hay una desviación hacia la izquierda. El letrero dice: Ahuelicán. Veo a lo lejos una grieta transversal en el cerro, aunque esta vez tengo la certeza de que no debo ir hacia allá. Si se busca en Google Maps —hay una foto tomada desde esa carretera, muy bonita— se alcanza a ver la línea del camino cortando la abundante vegetación en el cerro. Pero mientras estoy aquí sólo veo un cerro pelón cociéndose bajo el calor infernal del medio día. Ni qué decir de la grieta, una carretera que debe estar tan empinada que, si acaso uno alcanza la cima en algún momento, al hacerlo estará más frito que una mojarra en aceite hirviendo.

 

Pues eso, un infierno —nomás que éste a ras de suelo, no como aquel al que se entra por una gruta natural—, como lo es también el camino por el que ando… Me explico: desde que comencé a pedalear ayer he ido constatando, cada vez con mayor regularidad, que la carretera es un cementerio de fauna silvestre: aves principalmente (desde colibrís hasta murciélagos), ardillas, ratas de campo, tlacuaches, serpientes… Y uno que otro perro o gato desafortunado que en mal momento quiso atravesar por aquí. Todos aplastados o agonizantes o inflándose como globos y con la lengua y las tripas de fuera, en la cuneta o sobre el acotamiento. No pude ni quise detenerme a fotografiar cada uno de los que veía, pero una buena colección sí hubiera conseguido. Nadie los extrañará. De hecho, dudo que alguien se haya preguntado alguna vez si esto ocurre y cómo podría resolverse. Uno se asombraría por ver atropellado un puma o una vaca, pero, ¿a quién le importa una mísera lagartija o una insignificante tórtola? A nadie, evidentemente.

 

A la salida del pueblo hay un parador turístico de artesanías. Los artesanos, indígenas provenientes de los pueblos de la región, esperan con infinita paciencia que los turistas se detengan a comprarles. Para su mala fortuna, todo parece un poco abandonado a causa del poco tránsito que hay en esta carretera y otro tanto por la pandemia. Más adelante, otra desviación, esta vez hacia San Juan Tetelcingo. Tras una docena de curvas y sin mayores novedades en el camino, me encuentro de súbito ante mí con el puente sobre el río Balsas. No se parece mucho al soberbio Puente Mezcala que pasa por la Autopista del Sol, ni en extensión ni mucho menos en altura, pero igual es distinto a todo lo demás que he visto en el camino hasta ahora. A causa del río.

 

Para mí hay algo misterioso y excepcional en los ríos. No sólo representan la vida y el sustento para una gran cantidad de flora y fauna, sino también para las comunidades humanas. Son una fuerza natural muy poderosa, pero también religiosa, cultural, social, económica y hasta política. Esta presencia eterna, que no cesa de moverse sigilosa entre las cordilleras, es una de las más grandes de México. Tiene una longitud de mil kilómetros, que inicia en Tlaxcala, atraviesa una parte de Puebla, cruza la parte norte de Guerrero y desemboca en Michoacán. Drena cinco estados, entre los que hay que agregar, aparte de los mencionados, a Morelos, Veracruz y Jalisco. La cuenca de este río es tan grande que el estado de donde vengo, Morelos, se encuentra por completo inmerso en ella.

 

Así que éste es un sitio donde hay que detenerse: a nadar, a comer o a pernoctar. Yo sólo hago lo último. No usaré la tienda de campaña, nuevamente para descansar más cómodo si existe la posibilidad de hacerlo, aunque quizá lamente haber dejado ir la oportunidad de irme quedando dormido al anochecer y de despertar al día siguiente al lado del río.


***


Es hora de salir, a barrer la entrada o a pedalear.
En Taxco siempre es de subida o de bajada, no hay pierde.
Ese cerro que se ve al fondo es el Huixteco. Y pensar que soñaba con llegar ahí.
Mi pasatiempo favorito es tomarle fotos a la bici en un Oxxo.
Aquí, bajo la luna.
Y aquí, bajo el sol.
Y a la sombra.
Ante el río.
 Segunda parada.
 





 

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Por los caminos del sur: 1. De Cuernavaca a Taxco

on domingo, 17 de enero de 2021

 

Es un bello desafío
La selva con la montaña.

1

Jueves 31 de diciembre de 2020. Preparo la bici: tienda de campaña, saco de dormir, dos mochilas de manubrio modelo Sanbernardo, una con ropa y otra con toda clase de chucherías —desde bolsitas de café y palos de ocote hasta un ejemplar de Profanaciones de Giorgio Agamben, disque para leer en un descanso—, una bolsa de cuadro sobre todo con herramienta y otros objetos indispensables para el pedaleo. Encima de todo esto, el infaltable sombrero calentano.
 
Salgo al día siguiente a eso de las 8 am. De último minuto, mi partner de rodadas se decide a escoltarme en los primeros kilómetros.
 
Bajo por Temixco hacia Xochitepec y sigo por la federal hasta a Amacuzac. Como dijeran los clásicos, es pura bajadita desde mi casa hasta aquí. Me detengo en el primer puesto de barbacoa. Se entenderá que, siendo el primer día del año, todo está cerrado o, como se dice rulfianamente, muerto. Consomé y tacos de maciza, refresco, café soluble. En la misma mesa, un lugareño va por el segundo litro de pulque. Mejor hago como que no me doy cuenta porque quiero seguir pedaleando en mis cinco sentidos.
 
A unos pasos de ahí hay un Oxxo®, esos oasis del sujeto urbano postapocalíptico. Entro por agua y un par de barras de granola, y sigo por la libre a Taxco. Se acabó la diversión: aquí empieza la subida, que paulatinamente se vuelve más y más pesada. Cruzo un poblado diminuto y unos kilómetros más adelante llego a Huajintlán. Apenas entro, descubro que mucha gente —que a esa hora ya ha vuelto a la vida luego de festejar el año nuevo— se mueve en bici. Una muchacha, conduciendo a una mano y con la bolsa de las tortillas en la otra, pasa en sentido contrario. Cuando alcanzo la salida del pueblo, un lugareño que cruza la carretera abrazando celosamente sus caguamas me grita a la distancia: «Ánimo, y mucha suerte». Sólo al concluir este primer día comprendo el sentido de advertencia de sus palabras: la chinga que te espera. 
 
2
 
El siguiente pueblo, Teacalco, se encuentra unos diez kilómetros adelante, justo en los límites entre Morelos y Guerrero. Poco antes de llegar hay un zoológico. Sí, todavía existen. Mientras pedaleo por la carretera que domina el pequeño valle donde permanecen los animales en cautiverio, al ver el letrero indicando la entrada recuerdo la escena de las jirafas corriendo por el puente al ser liberadas por el chiflado Jeffrey Goines en Doce monos. Ignoro si aquí hay jirafas, pero ojalá aquí pudieran hacer lo mismo.
 
Al otro lado del valle, en el horizonte, un cerro de formas extrañas cautiva la mirada. Espero no tener que ir hacia allá, me digo. Pero sí, voy en esa dirección. 
 
En Teacalco hay un rancho obscenamente grande. Parece abandonado pero no. En las muchas hectáreas que abarca deambula felizmente el ganado. También hay un avión, estacionado como si fuera un caballo, un vocho o una bicicleta. Un avión. Según entiendo, el rancho es propiedad de un conocido cantautor guerrerense de esta región que, también muy rulfianamente, ya no se encuentra entre los vivos. En realidad la faraónica fortaleza parece ser el producto de alguna riqueza de origen inconfesable. Pero dejémoslo así. 
 
Lo primero que noto al ir pedaleando en la subida es una figura humana alada en uno de los portales. Al aproximarme descubro que se trata ni más ni menos que del mismísimo San Michael, parado sobre la Bestia como si la estuviera usando —a la Bestia— de tabla de surf. Ésta podría ser una reinterpretación no ortodoxa de las escrituras, pienso. El arcángel mantiene un clásico gesto inexpresivo, blandiendo la espada justiciera. Poco más adelante hay otro arcángel, menos conocido, que para variar hace equilibrio parado sobre un animal o algún pecador de la historia. Ignoro quién sea éste.
 
Ahora que recuerdo, es extraño que al principio me haya venido a la cabeza la imagen de la película Doce monos: en ella también hay una pandemia a causa de un virus que acaba con cinco mil millones de personas, en un futurista 1996,  y aparecen en distintas escenas estatuas de arcángeles. Quizá todo esto no sea más que una historia contada por un loco… en bicicleta.
 
Por si las moscas me les encomiendo a las figuras celestiales, porque a la mitad del camino entre una y otra entrada hay un retén de policías estatales —¿de Guerrero?, ¿de Morelos?, ¿del finado Dueño del rancho…?—, que obligan a los vehículos que circulan por ahí a detenerse para poder inspeccionarlos. Paso de largo haciendo un amistoso gesto de saludo a los guardianes del orden, que al parecer no encuentran razones para detener cicloviajeros, lo cual está muy bien. 
 
Un poco más adelante hay un pequeño poblado, Casino de la Unión, y ahí mismo se encuentra la entrada al pueblo de Texcaltitla, por donde se llega al balneario de las Mil Cascadas. Un par de kilómetros después se abre una bifurcación que conduce, a la derecha, hacia las grutas de Cacahuamilpa y hacia Toluca, y a la izquierda, hacia Taxco. Un letrero advierte con claridad que para llegar a este último sitio faltan veinte kilómetros. Veremos.  
 
Vuelvo al tema del cerro de formas extrañas que se veía en el horizonte desde Teacalco. Es algo semejante a una silla de montar, con un gran cerro abovedado del lado izquierdo y una montaña escarpada a la derecha, detrás de la cual, si no me equivoco, se encuentra el pueblo de Cacahuamilpa. El conjunto montañoso no es algo insignificante. Domina el horizonte y sin duda produce una fuerte impresión en quien lo observa. Resulta significativo saber que precisamente en este sitio se encuentran las famosas grutas de la región. Además, como se sabe, éste es el lugar de nacimiento del río más importante de Morelos, el Amacuzac.
 
Hasta ahí todo bien. Lo que no se sabe mucho es que este río nace del encuentro en la superficie de dos ríos subterráneos. Desconozco el nombre de esos ríos, aunque conjeturo que se trata del Chontalcoatlán y el San Jerónimo, dos ríos subterráneos de la región. Pero esto sólo es mi hipótesis: no tengo pruebas pero sospecho que va por ahí. Lo que sí me han dicho es que no hay ningún otro lugar en el mundo donde ocurra este fenómeno tan peculiar. De manera que, desde muchos puntos de vista (conjunto montañoso, cavernas primigenias, ríos subterráneos y superficiales, nacimiento de agua…), este es un lugar muy especial, casi diría mágico, donde confluyen fuerzas telúricas poderosas. Lamentablemente a la gente le interesa más la casa ostentosa y de mal gusto de un cantante ranchero. Me imagino que a los políticos oportunistas no les han faltado ganas de autorizar la instalación de una mina en este lugar. Nunca faltan.
 
3
 
Doce del día. El sol no da tregua. Voy a paso de tortuga, en una subida cada vez más empinada y en un nuevo tramo de la carrera donde pasan cada vez más automóviles y las curvas de pronto se vuelven peligrosamente cerradas y sin acotamiento.
 
Al terminar una curva, al lado del camino, descubro un improbable puesto de aguas frescas. No hay nada más en el lugar, salvo una humilde vivienda de tabicón empotrada en el cerro, unos veinte metros hacia arriba, desafiando las leyes de la gravedad. Atiende una joven que evita la insolación con una sombrilla de playa que cada tanto amenaza con salir volando arrancada por el viento. Tiene sobre una también inestable mesa de plástico dos pequeños botes vitroleros con horchata de avena y agua de piña.
 
Me detengo cansado, recargo la bici sobre las piedras e imploro por un vaso de agua. La vende en bolsa, cinco pesos. Pido de piña. Recupero parcialmente el aliento. La joven me informa que vio pasar cuatro ciclistas de subida. Casqui-likros, conjeturo rascándome la barbilla como detective victoriano. Me pregunta si también estoy haciendo ejercicio o echando carreritas. No, yo nomás ando de paseo, le digo. Me informa también que no es de ahí, que viene de las paradisiacas playas del norte, que tuvo que volver para cuidar a su padre enfermo. Covid-19, pienso otra vez con el mismo gesto detectivesco, y me hago un poco hacia atrás hasta que, según yo, nos separan los 1.5 m reglamentarios. Le informo que yo vengo de Cuernavaca y me pregunta si eso queda muy lejos. No mucho, respondo. Le doy las gracias y me despido. Me echa la bendición y le agradezco. Unos pasos adelante está la entrada al pueblo de Axixintla. Se encuentra en las faldas del cerro, hacia abajo, desde donde emana escandalosamente el reguetón y la banda con los que alguien va sobrellevando la cruda. Vivimos bajo la dictadura del ruido, desde el amanecer hasta que cae el sol.
 
Huyo lo más rápido que puedo. Cada vez que alzo la vista surge una nueva curva. De pronto alcanzo a observar, más arriba, otro cerro, para variar. Sobre él hay unas antenas y debajo sobresale el campanario de una iglesia. Ruego, como siempre, no tener que ir hacia allá. En vano: voy hacia allá.
 
Sigo mi camino avanzando varios kilómetros, quizás otros diez, de relativa tranquilidad, de no ser por el declive infernal. A cierta altura veo un letrero: Chontalcoatlán, 22 km. Si supiera que el camino es de bajada no dudaría en ir por ese rumbo. Pero desconozco hacia dónde me lleve. Sólo atino a pensar, en la monotonía del pedaleo, que quizás ésta sea la capital del pueblo chontal. Conjetura improbable. Después me entero, gracias a Wikipedia, que el término “chontal” equivale a “bárbaro”; pero, al mismo tiempo, que no hay que confundir a los chontales de Guerrero con los de Oaxaca o los de Tabasco. Bárbaros todos, al fin y al cabo, según este apelativo. Y en su propia tierra. Y en cualquier caso, Chontalcoatlán me queda tan lejos como Taxco, así que me apego al plan original y sigo mi camino.
 
Minutos más tarde encuentro otro pueblo escandaloso: Acuitlapán. No sólo escandaloso sino también abundante en basura, coches tuneados, borrachos banqueteros y quién sabe qué más. ¡Qué tiempos aquellos en que el Salvaje era un Buen Salvaje! Seguro el pueblo tiene algún atractivo pero no me detengo a averiguarlo. Aprieto el paso para salir del trance lo más rápido posible. Pero de pronto caigo en la cuenta de que aquí están el campanario y las antenas que antes había visto desde abajo: a un costado del pueblo un cerro de forma cónica me indica que he llegado a la cima. O casi. Descubro entonces haber escalado no sólo este cerro, sino también aquel otro abovedado del que hablábamos antes, que ahora veo hacia abajo. Increíble.
 
4
 
Alejándome de lo humanamente pernicioso el camino comienza a emparejarse, lo cual se agradece. Llego al entronque entre la carretera libre y la de cuota. Debo saber primero qué dirección tomar. Me detengo en el camellón, a resguardo de la sombra. Estoy intentando agarrar señal con el celular cuando de pronto, a mis espaldas, se detiene un automóvil y baja de prisa una mujer. Se inclina hacia la cuneta a mis espaldas y vomita. Respira. Vomita otra vez. Se limpia el hilo de baba con una mano y vuelve a vomitar. Primero no entiendo lo que pasa. Volteo y me doy cuenta. Tengo dos opciones: huir de ahí o aguantar estoico. No estoy dispuesto a abandonar mi sombra, yo llegué primero, que se vaya ella. Pero la mujer no para, parece que se comió un elefante. Me hago una selfie con ella a mis espaldas devolviendo los intestinos. Sube al carro pero diez metros adelante se detiene a repetir la escena. #chingadamadre. Ya tengo algo que contarle a mis nietos. O a los tres fieles likes de mis redes sociales.
 
Sigo por la libre y comienza el descenso. Primero Zacatecolotla. Más abajo Huajojutla, un bonito pueblo entre barrancos y laderas, rodeado de montañas escarpadas. Más adelante aún, Acamixtla. Cerca de ahí, la desviación a Juliantla (cuna de nuestro ilustre ranchero) y, de pronto, el espectáculo improbable del pueblo platero de Taxco empotrado en la ladera de un cerro. Si no fuera porque la herencia colonial convirtió este sitio en un atractivo para turistas de todo el mundo, diría que no hay diferencia alguna con cualquier asentamiento urbano marginal y periférico. Me refiero a la necesidad humana de amontonar viviendas en un cerro: Ecatepec, Pie de la Cuesta, una favela brasileña. Sólo que aquí no fueron la pobreza y la precariedad moderna lo que definió el paisaje, sino la opulencia minera novohispana. En todo caso, el turismo extranjero que encontraba en este sitio el paraíso tropical prometido se ha alejado a causa de la cada vez más abundante delincuencia común. Me lo dice el guía de turistas: malandrines que molestan a las gringas, que por eso ya no vienen. Sí, qué lástima.
 
He recorrido hasta llegar aquí 87.3 km en cinco horas y treinta minutos de pedaleo, según la aplicación. Pero son las 16 horas, de modo que he estado ocho horas en el camino. En realidad buscaba un lugar donde acampar en los alrededores de este lugar, sobre todo para evitar el contacto humano, pero eso suponía más pedaleo. Y la verdad prefiero comer y descansar para mañana estar en óptimas condiciones para volver al camino. Descubro, al entrar al pueblo, que aquí no hay pandemia. Los turistas —dos o tres gringas incluidas— abarrotan las calles y la plaza principal, como cualquier día de la vieja normalidad; eso sí, todos con cubrebocas. Me cubro también el rostro y salgo de ahí lo más rápido que puedo: más vale que digan aquí corrió que aquí quedó.
 
 
*** 

Gato taxqueño que vive afuera del mercado.

Tarde o temprano uno acaba colgando la ropa en la bici.

Pedaleo mágico.

Sí, mire, ¿y si se busca su propio camellón para vomitar? Gracias.

Pa' acá o pa' allá.

Vade retro.

La montaña en el paisaje.

Domando a la Bestia.

A la sombra del señalamiento vial.

Teacalco te recibe con unas miniletras a colores, se hace lo que se puede.

Bienvenido.

Este letrero siempre será una buena noticia.

Uso el retrovisor para que no me maten, y para sacarme selfies.

73 km o 18 km.

A veces no hay más sombra que la de uno mismo.

El horizonte.

Una parada sobre el puente.

Por si quieren evidencias.

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