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Día 4: epílogo

on sábado, 13 de junio de 2020



Las cosas en las cuales hay algo, aunque no estén determinadas 
para la eternidad, llegan, aun con retraso, a tiempo.
Heidegger



La Crítica de la razón práctica, en el jardín botánico Helia Bravo Hollis, ya lista para salir a la carretera (sí, eso que cuelga de la alforja son unos boxers: estaban húmedos y había que secarlos).


epílogo 1:
un tramo muy corto


El último día fue una subida a la que más tardamos en comenzar a agarrarle el gusto que en terminarla.

Al salir del jardín botánico, en Zapotitlán, nos acercamos un poco a la ciudad, en la entrada, y preguntamos en la primera fonda si eso que estaban preparando estaba a la venta. Tenían un anafre construido con un tambo, encima del cual había una parrilla con pollos que iban rellenando con una mezcla de salchichas, jamón, tocino, carne molida, pimientos y diez mil cosas más que se les ocurrió meterles para darles mejor sabor.

El anafre improvisado aventaba más humo que una locomotora, y el aire empujaba la columna de humo dentro de la fonda, de manera que acercarnos al mostrador para preguntarle a la dueña si podía vendernos algo de comida fue algo semejante a la aparición de los luchadores en el cuadrilátero cuando anuncian la pelea estelar. Luchadores escuálidos, desde luego.


El ruido era algo parecido: tenían una bocina de sonidero instalada en la puerta con “November rain” de Guns n’ Roses a todo volumen, que igual disfrutamos como se debe cuando Slash se arranca con ese inolvidable solo de guitarra. A gritos nos hicimos entender y conseguimos que nos sirvieran algo de carne, frijoles, queso, crema, buenas tortillas… Empacamos y emprendimos la huída.

Desde ahí hasta un pueblo llamado San Antonio Texcala sólo es subida. Un poco pesada pero no mucho en realidad. El asunto es que sólo hay un carril de ida y uno de vuelta, y en algunas partes el acotamiento son escasos
diez centímetros. Algunos tramos son un corte de tajo en el cerro, de manera que, si hubiésemos tenido el infortunio de ser lanzados hacia afuera, habríamos caído en un barranco realmente muy profundo. Nada deseable, por cierto, considerando además la abundante presencia de cactáceas en el terreno.
 

Mientras subíamos vimos pasar a varios ciclistas ruteros, de esos que salen a echar carreritas los domingos. Primero de ida, en la subida —nosotros íbamos a paso de tortuga—, y luego de regreso en el descenso —de ellos, nosotros seguíamos subiendo—.

Ya en Texcala nos detuvimos en una tienda de artesanías, a la entrada del pueblo. La dueña nos ofreció dulces y fruta, de tanta lástima que le dio saber que veníamos en bicicleta desde muy lejos. Le compramos un par de souvenirs de ónix, que producen abundantemente en la región.


Pensando que aún faltaba un buen tramo, seguimos. Pero apenas unos kilómetros adelante, de pronto, saliendo de una curva pronunciada, aparece un mirador que domina todo el valle de Tehuacán. A partir de ahí todo es un feliz descenso.

Entramos a la ciudad y fuimos directo a la terminal. Como el autobús salía un par de horas más tarde —llegamos demasiado temprano—, pudimos darnos todavía el lujo de pedalear por el centro de la ciudad, tomar un café, buscar una semita pa’l camino e incluso zocalear.

Como dije al inicio, cuando comencé a reportar aquí esta aventura, nuestra ruta original era continuar, desde aquí, hasta Nochixtlán. Y seguir desde ahí hasta Oaxaca de Juárez.

No se pudo esta vez. Otro día será.






 

epílogo 2:
esto no es una carrera

El último día de esta aventura hicimos un recorrido corto, apenas 25 km desde Zapotitlán hasta Tehuacán. Como dije en un principio, nuestra intención era llegar hasta Oaxaca, haciendo un descanso previo en Nochixtlán; pero fuimos muy optimistas en nuestro tiempo estimado y distancia por recorrer. Si de Cuernavaca a Tehuacán hicimos 289 km, de este último lugar a Oaxaca nos faltaban aún 214 km. Podríamos decir que cubrimos casi dos terceras partes del recorrido, o podríamos decir que logramos más de la mitad de lo que habíamos planeado. Todo depende del cristal con que se mire.

Pero, en última instancia, un recorrido como este (y pienso que como cualquier otro) no se trata nunca de kilómetros acumulados, menos aún de llegar rápido o de llegar primero (a menos que estés en una carrera, pero eso es otra cosa).

Heike Pirngruber (@pushbikegirl), una ciclista alemana que ha recorrido el mundo sola en bici, decía lo siguiente en una publicación de hace algunos meses: 

When people ask me: "How many kilometers are you riding a day?”, my answer is always the same: "It is not a race. It is a lifestyle! I take my time”. I sit down and enjoy the scenery as often as I can. I soak in the time I spend with the many people who like to talk to me. People who offer a chai or a place to stay.
I relax around the fire. I enjoy the morning hours around my tent.
And I absolutely don't care how many kilometers I rode that day. Less is often more.
 


Así que esto no es una carrera, es un estilo de vida, y menos casi siempre es más. Claro, es evidentemente cuestionable si uno puede hablar de un "estilo de vida” cuando sólo piensa recorrer unos cuantos kilómetros durante unos cuantos días y luego volver a su vida sedentaria; pero entonces estaríamos volviendo al punto inicial: ¿acaso se trata de cuántos kilómetros y distancias puedo acumular? 

Parece que esto es un eterno ir y venir entre un extremo y otro. Porque al final, uno no resiste la tentación de poner en su sitio web, en su perfil de instagram o en su cvu del Conacyt que ha visitado tantos lugares o países, y que ha recorrido tantos kilómetros. Todo reducido, nuevamente, a un número, algo mensurable, el informe de actividades, que nos permita poner en perspectiva el tamaño del logro: el suyo vale 12 km, el suyo vale 289 km, el suyo vale 15,000…

Así que no, lo importante en este viaje en bicicleta no fue llegar primero, ni llegar rapidísimo, ni hacer muchos kilómetros, aunque tal vez sí conocer muchos lugares, por más que uno sólo pueda conocerlos así, como quien sólo pasa en un parpadeo y al siguiente ya se ha ido. Y eso quizás también sea un error: el no poder quedarse, el tener que partir de inmediato, una y otra vez, el ser un turista más… en bici, pero un turista más. 

¿Y entonces dónde está lo diferente, lo importante? La respuesta de Heike Pirngruber lo dice todo: detenerse a contemplar el paisaje, hundirse en el tiempo que "se gasta" con las personas que te ofrecen una plática, un poco de agua o un rincón donde dormir, disfrutar el momento junto a la fogata o amanecer con mucha energía o muy adolorido en la tienda de dormir. 

A veces lo importante, el goce, está sólo en el pedaleo monótono, como si se tratara de ir meditando; a veces, en un descenso repentino que ayuda a menguar el calor omnipresente; a veces en un campo de cultivo de un color verde improbable; a veces en la perspectiva de un cañón o una cañada en el horizonte; a veces, en poder ver al animal silvestre atravesando sigiloso la carretera y perdiéndose entre la maleza mientras no ruge de cerca un automóvil a toda velocidad; a veces en la presencia fantasmal de una mujer y su hijo en brazos en medio de la nada, esperando el autobús de vuelta a casa.

También es llegar adonde jamás se esperó poder llegar (todo lo que no aparece en los mapas de Google®, en realidad), hacer una parada técnica junto al camino cuando está a punto de reventarte la vejiga, observar el azul del cielo y las nubes espías que parecen ocultar algo; es la comida que se anhela y que sabe a gloria aunque sólo sea arroz con frijoles de la olla, una llovizna repentina, el acento cantadito de la gente, un atole que jamás pensaste que existiera, el saludo de una viejita centenaria sentada bajo la sombra del portal de su casa, el jugo de unas naranjas sin semilla cuando el calor y el cansancio ya son insoportables, un regaderazo de agua fría al caer la noche luego de un largo día de pedaleo…

Heidegger, citado en el epígrafe al inicio, hablaba de la necesidad de demorarse. Otro filósofo, contemporáneo encumbrado por el marketing editorial, Han Byung-Chul, retoma esa idea en el libro El aroma del tiempo:

La crisis actual no está menos vinculada a la absolutización de la vita activa. Ésta conduce a un imperativo del trabajo, que degrada a la persona a animal laborans. La hiperkinesia cotidiana arrebata a la vida humana cualquier elemento contemplativo, cualquier capacidad para demorarse. Supone la pérdida del mundo y del tiempo […] Es necesaria una revitalización de la vita contemplativa.

Si la hiperkinesia y el imperativo del trabajo nos han traído la pérdida del tiempo y del mundo —y no deja de ser extraño que al ocio, a la vida contemplativa, se les acuse precisamente de ser pérdida de tiempo—, la bicicleta es una forma de recuperar ese mundo perdido.

Volver a la vida contemplativa, aprender a demorarse, es, entonces, lo realmente importante de una experiencia como esta, en la bici: la conversación de un niño que atiende la pulquería de su abuelo mientras entretiene a los turistas; el ir y venir de los comensales en la fonda mientras te sirven la comida; el ascenso de tu compañero de viaje en la subida porque se quedó a fotografiar cactáceas… en fin, cuando la pendiente es tan pronunciada que uno debe asumir que el ascenso será muy lento, que el único modo de llegar es pedaleando poco a poco, que fatalmente habrá que demorarse, por más que uno ya esté allá arriba desde hace una hora, esperando pacientemente.


***


Amanecer en Zapotitlán.

Una subida de tantas.

El valle de Tehuacán.

Por la libre o por la de cuota.

Estampa de pueblo bicicletero.

La historia como cagadero de palomas.

@cacturante despotricando contra el sistema.

 Asalto a la chocolatería.


***

epílogo 3


 Meme cortesía de @cacturante.

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