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Un día feliz

on viernes, 24 de abril de 2020





No debí tener esperanzas, sólo debí tener ruedas…
Pessoa


Compré mi primera bici por puro azar; podría decir que la elegí pero más bien fue que se me apareció, como todo.

Había estado leyendo blogs, manuales, páginas del feis, tuits, viendo videos… mil madres para tratar de decidir, de manera racional, como buen filósofo analítico, cuál sería la mejor bicicleta para mí. Supongo que habrá a quien le funcione este sistema, el de la elección racional y desprejuiciada —a Habermas tal vez, o a los economistas de la escuela de Chicago, qué sé yo.

En mi caso fue más bien una alegre casualidad. El mundo, los planetas, las constelaciones y todos los arcanos se alinearon copernicanamente justo ese día, a esa hora, en ese minuto, para que a mi whatsap —ese invento de la prehistoria humana— llegaran cinco fotos de dos bicicletas, una de hombre y una de mujer, que estaban a la venta por una módica cantidad, una montañera de cuadro Serfas mediano, y una Magistroni pequeñita.

No recuerdo el nombre del propietario; pero ocurría que, junto con su novia, se marchaban a vivir a una paradisiaca ciudad del Caribe mexicano y se estaban deshaciendo de sus cosas, entre ellas, esas dos bicis que usaban de vez en cuando para salir a pedalear por la ciudad. Él lo hacía con más frecuencia, a ella todavía le daban un poco de miedo las rutas, esos mastodontes que ayudaron a horriblecer (lo contrario de embellecer, digamos) aún más las calles de Cuernavaca.

Le pagué tres mil pesos, seis billetes de quinientos que había cobrado por algún trabajo de edición —en ese entonces aún me llegaban— sin alcanzar a ver, pero ni de lejos, todo lo que viajaría con ella por esa suma relativamente baja
—ok, ok, y por unos centavos más—.

Recuerdo que salí de la casa de aquel compa —un departamento del centro de la ciudad, de esos sin ventanas, dentro de una casona vieja en una calle donde todavía pasa la Llorona por las noches— muy feliz aunque con esa sospecha infundada de haber sido estafado de algún modo por un vivales que, para ocultar su fechoría, encima se había dado el lujo de obsequiarme unos guantes de gel y una ánfora Fox despintada, que seguramente todavía estaba aderezada con su sudor y sus babas… pero feliz.

No quise montarla, tenía miedo de caerme al más mínimo bache, y pasaron aún seis largos meses en que estuvo estacionada en la sala vacía de mi departamento de soltero en Teopanzolco. Pensándolo después, hubiera sido muy fácil hacer ese recorrido desde ahí por la poca dificultad que supone ese trayecto para un primerizo, considerando que las subidas y bajadas de esta ciudad no son poca cosa.

Cuando finalmente me dispuse a montarla, allá por agosto de 2015, un domingo por la mañana, a esa hora en que los borrachos fiesteros van saliendo de la peda, para que nadie me viera si me daba un santo chingadazo, descubrí que todo le tronaba. Como pude, di un par de vueltas en el circuito de la unidad habitacional, nada del otro mundo, y salí a la avenida.

Apenas pude pedalear, unos quinientos metros tal vez. Ni siquiera había llegado a Río Mayo cuando tuve que detenerme, mareado, adolorido, sofocado… ¿Así que esto era andar en bici? Bueno…

El pedaleo constante, casi diario, haría posible que meses después, también en un día feliz, llegara por fin pedaleando a mi trabajo, aunque el camino sería otro.



El Chacho y la Crítica de la razón pura, como sería oficialmente bautizada la Serfas tiempo después.

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