Dadnos otra vida para no hacernos sentir
que somos algo
que está agazapado y espera,
para conocer el mundo de un modo nuevo
y el valor de abrirnos
como en el campo profundo las raeduras de heno
se abren al hielo que se ahonda despacio;
dadnos el gusto de poder decidir
mientras el viento que enfila por la senda
decide adónde ir
Rita Baldassarri
23/12/2021.
Recargué la bicicleta en un
escalón frente a la puerta, al nivel de la calle. Me llamó la atención el color
de la fachada, el contraste del verde con el anaranjado pálido bañado por el
sol vespertino de invierno. El calor pegaba duro cuando atravesé el cerro desde
Ilamacingo, por un camino de terracería que me sacaba del pueblo. Tuve que
empujar la bici porque, además de ser una
subida muy empinada, estaba semipavimentada con cemento y piedra, pero de
manera irregular, de modo que se hacía aún más complicada. Después se
emparejó y poco a poco fui bajando por la cresta del cerro en
dirección, según yo, a Chiltepec, donde pretendía desviarme hacia un pueblo
llamado San Isidro Jehuital; pero en algún momento, no recuerdo cuándo, tomé un camino por el que vine a dar sin querer a La Providencia.
Me encontraba a unos pasos de
la plaza, que quedaba a mi izquierda. Entré por una calle, si
pudiéramos llamarla así, que subía desde el río y que más que calle en el
sentido en que lo entendería un citadino cualquiera se trataba de un camino
agreste, lleno de arena en algunos tramos, socavones y piedras de buen tamaño que
daba la impresión de ser el cauce de alguna barranca en época de lluvias. El
río como tal estaba prácticamente seco. Se llama Tizaac. Pensé que esto era lo
normal cuando me encontré con un hilo de agua, apenas lo suficientemente grande
para albergar diminutos peces en pequeños charcos. Recordé otra vez la frase de
que no es sequía, es saqueo, cuando
me informaron que se encontraba en esta deplorable condición por la
construcción de una presa río arriba. He buscado en el mapa pero no he dado con
la responsable.
Por la derecha se iba a la
entrada al pueblo. La plaza estaba vacía, pero en la contraesquina había una
puerta abierta, seguramente una fonda, una tienda o alguna oficina del gobierno
local. Otro pueblo fantasma. Ya había pasado la hora del calor duro pero
todavía era temprano para un cicloviajero, como las tres. Le tomé una foto a la
bici ante la fachada de la casa, en la que se alcanza a leer junto a la puerta,
en un letrero de bienvenida: La casa de
Don Pablo y Tía Lita. Me gustó. No moría de hambre pero debía comer, así
que continué mi camino.
En la siguiente esquina,
sentado en la pequeña barda de tabicón de una casa a medio construir, un hombre
embrutecido por el alcohol de caña conversaba con los amigos imaginarios que fueron
llegando a hacerle compañía conforme iba bajándole a la botella. Seguí de
largo. Una cuadra después había una tienda. Me acerqué en busca de alimento. Le
pregunté a la dependiente, mujer joven, si vendía comida, un guisado o algo por
el estilo. Me respondió que no, pero que tenía jamón y pan para hacer sandwiches. Puse
cara de fuchi y di las gracias.
Afuera de la tienda
conversaban un señor y un joven. Comenzaron a interrogarme con las preguntas de
rigor acerca de la bici y el viaje: de dónde viene, adónde va, por dónde llegó,
qué tal el camino, de dónde es usted, viene cargando todo ahí, etcétera. Comencé
a despedirme para continuar la búsqueda de comida, cuando uno de ellos, no
recuerdo si el señor o la mujer, me preguntó si no quería esperarme. Una señora
mayor, la abuela, había ido por una olla de arroz y ya venía en camino: la
familia se disponía a comer. Dentro de la casa había dos señores, mayores, uno
más grande que el otro. El menor parecía ser un invitado. El mayor era el dueño
de la propiedad, tío de la mujer de la tienda. El hombre que estaba en la
entrada era el esposo de ésta, y el muchacho, su hijo. La abuela era mamá de la
mujer.
El tío contó que vivió muchos
años en Estados Unidos. Trabajó cultivando manzanas y otras cosas en varios
estados. Pero principalmente estuvo en Washington y en Oregon. Al final decidió
regresar a su tierra a disfrutar sus últimos años. Tenía árboles frutales y
algunos cultivos en el patio. La casa no era una finca pero estaba grande y
bien ordenada. Además del arroz que trajo la abuela, había frijoles y chiles en
vinagre. Y tortillas enormes de maíz blanco. Y una Coca familiar.
Antes de empezar agradecieron
los alimentos. Me pareció un acto muy auténtico y que tenía completo sentido
con todo lo que había venido encontrando en el camino. Estaba conociendo un
lugar lejano, donde nunca antes había estado pero que además no tenía idea
de su existencia. Había venido atestiguando cosas interesantes, curiosas, siempre
agradables, algunas incluso maravillosas e improbables. Cuando amaneció en San
Juan de los Ríos, por ejemplo, saqué la cabeza de la tienda y vi en el
firmamento sobre la cordillera, donde ya se anunciaba el Sol, algo que parecía el
rastro de un meteorito que acababa de caer en la sierra o algún misterioso cuerpo
celeste que dejó una estela a su paso. Demasiado grande como para ser un cometa.
Según yo los cometas se ven como una estrella diminuta, con la diferencia adicional
de la estela, y no es tan fácil captarlos a simple vista. Éste por el contrario
se veía muy grande, así que era más probable que se tratara de una vil roca extraterrestre viniendo a parar a este triste planeta. Pero luego dudé, porque según
yo justo en esos días estaba pasando cerca de la Tierra un cometa, el Leonard (C/2021). Así que todo era posible. Obviamente en ninguna de las fotos que tomé
se ve algo. Así que sólo queda creer que efectivamente
ocurrió y que no seguía dormido ni me encontraba bajo los efectos de alguna
sustancia psicotrópica.
Pero independientemente de
sucesos extraordinarios como este, aún mantengo la impresión que tuve en ese
momento de que todo cuanto había visto y conocido durante el viaje, algunas
cosas más triviales, otras no tanto, era un regalo único, sagrado, para mí, y
como tal, digno de ser bendecido y recordado, y de expresar agradecimiento por
la gracia de haberlo conocido. Simplemente por eso: haber estado ahí y
haberlo visto. Porque a través de todo eso que haya visto se atestigua la
grandeza de algo superior, que lo crea. Así que ahora,
agradecer porque se tienen alimentos sobre la mesa, justo cuando se tiene mucha
hambre, y que esos alimentos le estén siendo también regalados a uno, es lo
menos que se puede hacer. Entonces agradecí con ellos, en silencio y con
actitud de respeto.
No tenía idea de la
existencia de este lugar pero ahora estaba aquí. Imaginé una ruta
específica en el mapa, que para mí tuvo algún sentido cuando la elegí,
y pedalee en esa dirección. Con el tiempo he aprendido que lo que se ve en el
mapa jamás es lo que se ve en el lugar. ¿O cómo decirlo mejor? Quizás esto: al
señalar “este lugar” en el mapa uno no sabe absolutamente nada de él, ni tiene idea
de lo que es o de lo que podría haber ahí. Luego viene la pregunta de si pasar
por un lugar es realmente estar en él o conocerlo. Uno sólo pasa, pero en
principio no hay ninguna diferencia entre una cosa y otra porque eso es lo que
hacemos todo el tiempo en todos los ámbitos de nuestra vida: pasar. En algunos lugares
la estancia puede ser muy larga, semanas, meses, años, pero en otros son sólo
unos minutos, y a veces menos que eso.
Aquí la sorpresa era que esto
no había sido planeado. Me desvié del camino a Chiltepec lo suficiente
como para dudar si deshacer lo andado era una buena idea, o me resultaba más
conveniente llegar a La Providencia, comer ahí y seguir. Al final una familia
me invitó a su mesa, y poco faltó para que me dejaran acampar en su patio. Ahora pensaba en llegar a un hotel. Había uno en
Guadalupe Santa Ana. La mujer me vio con
cara de extrañeza cuando anuncié mis planes: “En Guadalupe no hay ningún hotel”.
Le dije que en el mapa aparecía uno, junto a una gasolinera. Tomó el teléfono y
le envió un mensaje a alguien. Al poco rato le respondió: ahí no hay nada. Ni
hablar. Tendría que pedir permiso en la Presidencia para acampar cerca del
lugar, o donde me dejaran.
El tío contó algunas historias
de sus aventuras en el norte. Les conté más o menos por dónde había venido,
algunas cosas que había visto y por donde pensaba seguir. Cuando iba por el
quinto taco, el esposo aprovechó para sacar el ineludible tema de la
inseguridad. En los últimos meses dos carteles habían estado disputándose la
plaza y todos los días tiraban algún cuerpo en los alrededores. Supongo que me puse pálido al recibir tan buenas noticias, así
que se apresuró a aclarar que ahorita
ya todo estaba calmado y que no había de qué preocuparse. Vaya, menos mal,
porque si no ahorita mismo me regreso por donde vine, añadí. Son muchachos, añadió el señor, que
no quieren trabajar. Chamacos de veinte años o menos, como su
hijo. Se les hace fácil meterse en eso y así terminan.
Les dije que a mí lo que
verdaderamente me daba miedo era toparme con un toro suelto. Al tío le pareció
graciosa mi intervención, hombre del campo al fin y al cabo. Pero tampoco tenía
ganas de encontrar sorpresas en el camino. Lo que siempre digo es: uno sólo va
de paso, no anda buscando problemas, y al final trato de ahuyentar los malos
pensamientos recordando lo que decía mi abuelo: el Diablo sabe a quién se le
aparece. Espero no estar en su lista de pendientes.
Luego de un buen rato de
sobremesa me levanté decidido a tomar camino y agradecí sinceramente
a la familia su generosidad. Me habría gustado conversar
un poco más con el tío y sacarle unas buenas historias de sus andanzas al otro lado.
Junto a La Providencia están
Mixquitepec y luego Guadalupe. El señor de la tienda me había dicho que en el
camino se encontraban las ruinas de una hacienda del periodo colonial. Casi
todos estos pueblos, añadió, se fundaron junto a un río por la aridez de la
región. Saliendo del pueblo se puede ver la puerta de la hacienda, junto al
camino.
Llegué a Guadalupe. Me
acerqué a la Presidencia para pedir permiso de acampar, en la explanada o donde
me lo permitieran. La alcaldesa había obsequiado a sus empleados con una comida
de fin de año y en el momento en que yo pasaba frente al banquete les daba un
motivador discurso navideño. Una enorme mujer policía hacía guardia frente al
cuartel. En sus manos el pesado rifle automático parecía de juguete. Me dirigí
a ella pero me remitió al comandante. Apareció un hombre joven,
moreno, bajito, ejemplar característico de la Mixteca.
Me vio de arriba abajo y preguntó: ¿Qué desea? Le solté el discurso, ya
ensayado, de que andaba viajando en bici por la región, buscaba dónde pasar la
noche y le pedía permiso para poner mi tienda por ahí en algún rincón. Preguntó con asombro: ¿A poco viene viajando en bici?, ¿desde dónde?
Morelos, le dije. Sonrió y volteó a ver a sus subalternos como diciendo: ¡queubo!
Para darle formalidad al
asunto me pidió una identificación. Le di la credencial del trabajo y en ese
momento recordé que la vigencia había caducado. Confié en que pasara por alto ese
insignificante detalle. Se metió a la comandancia y luego de un rato volvió y señaló
una pequeña explanada en el zócalo, justo enfrente: Te pones ahí donde pueda
verte, pero te esperas hasta las siete a que termine la comida, ordenó. Lo que
usted mande. Mientras, puedes ir a conocer el pueblo, ahorita la iglesia está bonita,
bien adornada. Le dije que me sentaría por ahí a comer algo de fruta porque
venía cansado, pero seguro luego iría a verla. Cuando me retiraba la alcaldesa envió
a su asistente a preguntarme si no quería un plato de comida. Le agradecí el
buen gesto y tomé un poco de refresco.
Encontré sombra bajo un árbol
afuera de la Biblioteca Municipal. Justo enfrente estaba la Casa de Cultura,
pero tenía el aspecto de que nadie pasaba por ahí muy seguido. Mientras remataba
las mandarinas que había venido cargando desde Tulcingo del Valle apareció una
procesión con flores y velas desfilando hacia el panteón. Quizá los rezos de
alguna Novena, porque no vi ningún ataúd de por medio. Me quité el sombrero en
señal de respeto. La gente agradece esas cosas y más vale no dar motivo de
queja.
Se hacía tarde. La
bibliotecaria cerró el negocio, siempre poco demandado y más en estos días de
fin de año. La alcaldesa se despidió de sus empleados, abordó la enorme
camioneta que su investidura reclama y se retiró. Sólo quedaron los
trasnochadores que ya se organizaban para seguir la fiesta en otra parte. Me
arrimé para hacerme notar y el comandante, al verme, me dio luz verde para
instalarme. Monté la tienda y amarré la bici a la estructura, para asegurarme
de que al menos despertaría si intentaba andar sola.
Ya entrada la noche, al otro
lado de la plaza se oía música a todo volumen, que rivalizaba en intensidad con
los rezos de la víspera de Navidad provenientes de alguna casa cercana. Cada
tanto una camioneta de buen calado, también con música estruendosa, le daba la
vuelta al zócalo. Los agentes del orden ni se inmutaban. También iban y venían
motocicletas estridentes, seguramente los chamacos de los que ya me habían
hablado. Mientras no pasen a rafaguear, todo bien.
Había
mucho viento y la temperatura comenzó a caer peligrosamente. Iba a ser una
noche larga. Y también incómoda: el colchón inflable ya no respondía igual que el
primer día y la plancha de cemento estaba fría y dura. Y para colmo empezaba a
sentir hambre otra vez. Para mi fortuna, al otro lado de la plaza se alcanzaba
a ver un puesto de tacos sin mucha actividad. Me arriesgué a dejar la tienda y
la bici solas por un momento. Volví al poco rato con la barriga llena. Más
tarde les llegó la cena a los agentes del orden y desde su puesto de vigilancia
me invitaron a acercarme por un taco. Agradecí la oferta y me refugié en la
tienda inmediatamente. La actividad nocturna siguió hasta la madrugada, cuando pude conciliar el sueño. Todo indicaba que mañana me esperaría un día muy largo.