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Por los caminos del sur, 3: De Mezcala a Tierra Colorada

on viernes, 9 de abril de 2021

 
 
Entra en un árbol.
Esparce tu cuerpo por el mundo.
Sumérgete en el alma de tu propio nombre.
Siente las sensaciones entre los ojos.
Con la mente, eleva el cuerpo hasta el espacio.
Traga luz.
Eres el viento.
Vive en un espacio sin límites.
Entre cada temblor, observa la luz inmóvil.
En el bosque, hay un árbol que es tuyo. Encuéntralo.
En verdad, todo el mundo es el universo.

A años luz
(Alain Tanner, 1981) 
 

1
 
Ayer que me encontraba en el puente sobre el Balsas, cuando llegué aquí, únicamente atiné a tomarle un par de fotos al río. Preocupado por saber dónde pasaría la noche, dejé ir la oportunidad de registrar con calma y lo mejor posible mi arribo a esta segunda parada. Así que ahora, apenas dejo el hotel Carito, vuelvo al puente y le tomo un par de fotos a la bici. 
 
No tardo mucho en salir del cuarto; descansé bien, a pesar de que no logré nunca equilibrar el calor con el aire acondicionado escandaloso que enfriaba la habitación más de la cuenta: apaga el aire, prende el aire; apaga el aire, prende el aire… 
 
Pido desayuno completo en el restaurante, donde dos policías estatales ya están en la sobremesa, escarbándose los dientes con un palillo de madera. Los saludo ceremoniosamente, porque, como decía mi abuelo, es difícil tener amigos pero es más difícil no tenerlos —no estoy tan convencido de la verdad de esta sentencia, pero creo que en este caso se aplica muy bien—. El día anterior había aquí un retén de la Guardia Nacional y militares vigilando lo mismo a quienes seguían de largo en la carretera como a los que entraban y salían de Mezcala. 
 
Los agentes del orden observan a la distancia cómo cargo el equipaje en la bici: una bolsa de cuadro y una Sanbernardo®, la más viejita, en el manubrio; el sleeping, la tienda de campaña y otra Sanbernardo® bajo el sillín y sobre el portabultos, además de las chanclas, una bolsa extra con trastes, el sombrero calentano y una sudadera, todo bien agarrado con tensores. 
 
Al otro lado de la carretera hay un mesón, y frente a él, la parada de autobuses, donde dos jóvenes, padre y madre, con una pequeña en brazos, esperan pacientes el servicio. Ya pasa de las 8 am y aún es buena hora para comenzar a pedalear. Llevo 179 km y me esperan unos cien el día de hoy. 
 
2
 
La primera etapa abarca unos treinta kilómetros. Pretendo hacer un primer descanso en un lugar llamado Venta Vieja, o más adelante, en un sitio que aparece en el mapa con el nombre de Milpillas. La mañana es fresca, pero pronto el calor vuelve por sus reales. 
 
Pedaleo. Voy pensando en eso y en la tranquilidad de la carretera. A la izquierda está el cerro; a la derecha discurre el cauce seco de un río. No sabría decir si está seco porque no es temporada de lluvias, porque ha muerto de muerte natural (si es que eso existe) o porque alguien se lo ha estado agandallando. Pero si pensamos que en la región, y en general en todo el estado, abundan las minas, no sería improbable que fuera esto último. “No es sequía, es saqueo”, acabo de leer por ahí. 
 
El lugar alrededor parece tranquilo y solitario. Pude haber acampado aquí sin ser molestado. Pero apenas avanzo un poco veo a lo lejos gente que deambula por el sitio. Más adelante aparece una ladrillera y, un poco más lejos, pero a la izquierda, un pequeño poblado con un nombre digno de las historietas del monero Jis: Plan de Liebres. 
 
Este tramo, como el que recorrí ayer desde Iguala, tiene un buen acotamiento para pedalear sin preocupación de carros y camiones. Mientras no me distraiga, dé un golpe de timón innecesario o algún otro acto absurdo, puedo seguir tranquilo. Además, hay relativamente poco tránsito, lo cual alivia aún más el trayecto. 
 
Llego a Venta Vieja: un par de casas al pie de la carretera. He avanzado a buen ritmo y no quiero perderlo, así que mejor sigo: no falta mucho para llegar a Milpillas. Me detengo cada tanto a fotografiar el cerro y las formaciones en el corte vertical que hicieron los trascabos para abrir camino: fascinantes texturas de piedra. 
 
Me sorprendo de encontrar una colorida capilla junto al camino: esto es Milpillas, no hay otra cosa. A menos que un pueblo se oculte tras la montaña. Es otro buen lugar para tomar fotos. No hay un alma, pero tampoco razón para alarmarse. 
 
Descanso un poco. El lugar emana tranquilidad. Tal vez sea la presencia vigilante de la santa. Recuerdo el texto de Duvignaud que habla de este tipo de lugares: cruces, santuarios, piedras, algo que indique un lugar, o una bifurcación, algún centro de peregrinaje, el límite de un pueblo… Lugares donde, por lo regular, la naturaleza, antes que cualquier religión o culto, señaló la presencia de una fuente de poder telúrico ancestral. De pronto se me ocurre que tal vez haya ojos en todas partes observando sigilosamente, mientras yo estoy aquí pensando que no hay nadie. Quién sabe. Mejor sigo.
 
3
 
Pedaleo. Hay un tráiler negro estacionado al borde de la carretera. El camino se ha vuelto sinuoso y bajo él cruza, de un lado a otro, el cauce del río seco: es una serpiente interminable que zigzaguea juguetona de acá para allá. Algunos puentes son engañosamente breves y otros ostensiblemente largos. Por ratos, la sombra que proyecta el cerro a la izquierda cubre todo el asfalto; de pronto, la montaña se agacha y el sol matutino se asoma tímidamente. 
 
Al doblar la curva se encuentra de frente un cerro gigantesco que proyecta una sombra casi del mismo tamaño sobre todo lo que encuentra. El camino parece ir a estrellarse directamente contra ese muro, pero en realidad continúa hacia la derecha por un recodo en la ladera. A partir de ahí se acaba el acotamiento y, hasta llegar a Zumpango del Río, la carretera son apenas dos carriles sin mucho espacio para esquivar a conductores locos y apresurados. 
 
Me detengo en un pequeño poblado, El Platanal: unas cuantas casas y una tienda al borde del camino; afuera, dos niños juegan a asustar a un pequeño conejo enjaulado. La mamá, o lo que sea, está en la tienda viendo la tele. Le compro dos botellas de agua con azúcar y trato de informarme de lo que aún me falta. Tal como supuse, sigue siendo subida. 
 
Llego a Zumpango sin grandes dificultades. La entrada se bifurca en carriles laterales y centrales, por donde cruzan los que siguen de largo. Me detengo para asegurarme de no ir por el rumbo equivocado, pero sobre todo porque no me quiero meter en el desnivel por donde bajan a toda velocidad autobuses, tráileres, pipas, autos particulares y lo que sea que pueda acelerar como si no hubiera un mañana. 
 
Le pregunto a dos morras —jóvenes, muchachas, señoritas— si por la lateral salgo a Chilpancingo y me dicen que no, que tengo que seguir por el desnivel, pero que si quiero irme por ahí es lo mismo. Y, efectivamente, más adelante la lateral se une al cauce principal. 
 
Sigo entonces por aquí, disfrutando la casi total ausencia de automóviles. Antes de volver a la carretera, a la salida del pueblo, me detengo en el estacionamiento de un centro deportivo, la Cancha del Ejército. La sombra de los árboles invita a escapar del sol de medio día, ya en todo su esplendor. 
 
Ante la mirada socarrona de un grupo de deportistas que para entonces ya se están quitando la sed en el carro con unas caguamas, me baño en bloqueador solar hasta donde puedo sin cometer faltas a la moral. Ahora parezco personaje de ópera dieciochesca —sólo me falta la peluca de Voltaire—. Preferiría esperar a que el sol se calme un poco o, de plano, desaparezca tras la montaña, pero eso no ocurrirá pronto. 
 
4
 
La salida de Zumpango es una recta. Al fondo acaba nuevamente en un recodo, al pie de un imponente cerro donde la cara de Pablo Amílcar, uno de los candidatos de Morena a la gubernatura del estado, sostiene una discreta sonrisa eterna en un anuncio espectacular que, ante la majestuosidad del cerro, resulta insignificante —no en vano anuncia lo que anuncia—. Es inevitable verlo. La única opción es mirar el asfalto, o voltear a los costados, o improvisar unos tapujos con las manos; pero invariablemente, al levantar la mirada, ahí está Pablito, tratando de ganarse la simpatía del guerrerense o de quien por aquí pase. 
 
Este tramo que conecta Zumpango con Chilpancingo en realidad es muy cómodo para el pedaleo. Tiene cuatro amplios carriles con acotamientos generosos —al ingeniero civil que lo construyó: gracias por no ser un tacaño chambón—. El único inconveniente es que se trata de una buena subida —muy buena—, que hay que ir escalando con paciencia. No son muchos kilómetros, pero cuestan. 
 
Al fin consigo librarme de Amílcar. Voy subiendo despacio y me detengo cada vez que se me antoja. No hay ninguna prisa. Como ya dijimos antes, this is not afucking race: si hay sombra, me paro a disfrutarla; si veo un pájaro o ser de la naturaleza, me detengo a contemplarlo; si veo algún objeto extraño en el piso, me paro a mirar con detenimiento qué cosa es; si me da sed, freno y le doy unos tragos al bidón… Lo que haga falta. 
 
Veo piedras, aves, árboles escuálidos en el cerro, todos recibiendo la bendición de la luz del día. Al otro lado del valle, un camino se abre paso en la ladera de un cerro. Pienso que puede ser la Autopista del Sol. Me aproximo a un entronque que dirige hacia Tixtla. El camino se ensancha aún más. Sigo la flecha blanca que me indica mi destino. 
 
A la izquierda hay un hospital y pienso que queda muy lejos de Zumpango, pero sólo tengo que avanzar un poco más para ver la entrada a Chilpancingo. Esto me da un enorme gusto por dos razones: he llegado hasta aquí en bicicleta sin mayores contratiempos y ahora comienza una feliz bajada. 
 
5
 
Antes de lanzarme alegremente en descenso me detengo a ponerle aire a las llantas en una de las gasolineras a la entrada de la ciudad. Hay una buena cantidad de turistas. Me pregunto si esta es la estación que incendiaron los policías federales para luego culpar a los normalistas de Ayotzinapa, allá por 2011, el día que éstos bloquearon la carretera y aquellos, así sin ningún pudor, asesinaron a balazos a dos estudiantes. No veo los nombres de los caídos pero deben estar por ahí: Alexis Herrera y Gabriel Echeverría. 
 
Chilpancingo mide como diez kilómetros de largo, desde esta entrada hasta el otro extremo, en el pueblo de Petaquillas, y como ya dije, de aquí para allá es pura bajada. También hay carriles laterales, así que me voy por ahí, con calma, atento por si encuentro algún lugar para comer. 
 
Me detengo en la parada del microbús. Un grupo de morras —señoritas, muchachas, jóvenes— que vienen en la cajuela de una camioneta me miran, cuchichean y sonríen. Esto de ver pasar cicloturistas no parece ser algo muy común por aquí. Me olvido de andar alborotando lugareñas y pregunto por la comida. Me mandan al Mercado del PRI. Ni modo, usos y costumbres. 
 
Llego al susodicho mercado y, desde una de las cocinas, una morra —señorita, muchacha, joven— me ve y sonríe, entre amable y ruborizada, al descubrir en sus dominios algo tan improbable como un cicloturista. Se acerca a la baranda y me invita, toda sonriente, a entrar en su fondita, antes de que la competencia le gane al cliente. Sólo soy un aficionado a la bici que viene muy sudado, cansado y hambriento, pero igual se agradece que lo reciban a uno como si fuera el mismísimo Pablito Amílcar. 
 
Le pido albóndigas y ella las acompaña con frijoles y tortillas hechas a mano. También le encargo un litro de agua de limón con mucho hielo, y corre al puesto de aguas frescas a dar la orden. Mientras llega el agua le voy pellizcando a la tortilla, remojándola en salsa roja y acompañándola con semillas. 
 
La muchacha me observa desde la barrera mientras prepara algo y atiende el teléfono. Se da cuenta de que no me decido a comer y pregunta desde allá: ¿no le gustó su comida? Es que estoy esperando mi agua, le respondo. Y corre nuevamente a preguntar a ver a qué horas con el agua. Vuelve con ella, y entonces sí, a comer. 
 
Un ojo al taco y el otro a la bici, que está recargada en la baranda. En la mesa de enfrente, dos comensales me observan cada tanto silenciosos, en una especie de mezcla entre curiosidad y trabajo de halcón. ¿Será mi paranoia? Hay que ser precavidos pero sin alarmarse. Por desgracia, Chilpancingo es una de las ciudades más violentas de México, pero ciertamente no tan violenta como Cuernavaca, que está en el lugar 19 entre las 50 más violentas del mundo. Prefiero concentrarme en las albóndigas. 
 
6
 
Ahora que soy una albóndiga con ruedas comienzo el pedaleo para salir de aquí. Antes busco un cajero automático a la altura de la terminal de autobuses, lugar céntrico y concurrido donde parece no haber pandemia. Esto me permite explorar rápidamente algunas calles de la ciudad, más allá de la carretera. En dirección a la salida encuentro una glorieta rematada con magueyes y representaciones de piedra de personajes autóctonos ancestrales que me recuerdan a los gigantes de la isla de Pascua o algo por el estilo: mi crítica de arte. 
 
Me encuentro cerca de la salida. El sol ya no golpea con fuerza y algunos tramos de la ciudad escapan a su omnipresencia. La tarde empieza a tomar forma pero, según yo, aún es temprano para cantar victoria. Después de la comida y el breve descanso recuperé energías, y ahora voy bajando con el ánimo y la alegría de poder continuar el viaje, disfrutando de la tranquilidad del atardecer. Me detengo en un puesto de frutas a comprar unas mandarinas, cuya frescura siempre resulta un alivio en cualquier momento que uno decida pararse a descansar. 
 
Finalmente cruzo el entronque a la salida de la ciudad. A partir de aquí comienza una subida que dura varios kilómetros, otra vez en una carretera de sólo dos carriles y sin acotamiento. Sin embargo, los conductores toleran mi presencia guardando cierta distancia al rebasar, a veces no la que uno esperaría pero algo es algo, y puedo ir subiendo a paso lento pero seguro. 
 
En algún momento veo un letrero: Tierra Colorada, 50 km. Este ha sido un día largo y apenas llevo la mitad. Luego veo el reloj y son más de las 4 pm. Dentro de poco el sol se ocultará y no pienso pedalear de noche. Continúo pero me pregunto si acaso sería mejor terminar la jornada aquí. Decido seguir hasta donde sea posible y, llegado el momento, detenerme en algún lugar seguro, sea una vivienda, un hotel o a campo abierto. 
 
La subida, para mi buena suerte, se acaba rápido en un paraje llamado Rancho Laguna. A partir de ahí comienza un descenso gracias al cual avanzo, en poco más de una hora quizás, casi treinta kilómetros, siempre que la velocidad no implique caer y quedarme sin dientes. Hay viento en contra y eso me detiene un poco, pero resulta peligroso, porque también llegan fuertes ráfagas de costado que tambalean la bici.
 
Primero paso por la entrada a Mazatlán y luego por debajo de la Autopista del Sol, a la altura de Palo Blanco. Tras una buena cantidad de cerradas curvas, a la sombra protectora de cerros gigantes, llego a la entrada a Acahuizotla. Toda la región es una área natural protegida, de increíbles paisajes, cañadas y abundante vegetación. 
 
La bajada termina en Rincón de la Vía, en un pequeño valle donde van apareciendo pueblos, uno tras otro, al borde de la carretera: Cajelitos, Buena Vista de la Salud, Ocotito, Mohoneras, Julián Blanco, Carrizal de la Vía, y por último, Garrapata, unos kilómetros antes de llegar por fin a Tierra Colorada. Junto al primero hay un lago, el Lago Islas, y más adelante un pequeño zoológico y hasta una zona arqueológica, Tehuacalco. Estoy tentado a acercarme a cualquiera de estos lugares a buscar donde acampar. Aunque ya no se ve el sol aún hay suficiente luz y es posible pedalear. Continúo. 
 
A partir de Ocotito el camino se inclina a mi favor nuevamente. Sólo no hay que confiarse porque, siendo una zona semiurbanizada, por la abundante cantidad de pueblos, cada tanto aparecen de la nada topes de altura considerable y la bici ya reparó un par de veces con todo y jinete. 
 
Al borde de la carretera se ven piedras enormes, de varios metros de diámetro, como si esto fuera el lecho de un río, pero que parecen haber rodado desde la punta del cerro hasta aquí hace mucho tiempo. Voy pensando en ello y en el alivio de que estos cincuenta kilómetros fueran casi completamente de bajada. 
 
De pronto comienzan a aparecer cada vez más casas y topes que interrumpen el descenso, y el declive se hace cada vez menor. Pienso que voy llegado a mi destino, este día, pero busco un lugar en particular. Al doblar una curva finalmente lo encuentro, he llegado. Hacía casi treinta años que no pasaba por aquí. Esa imagen, la imagen de esa entrada al pueblo, me remite de golpe a un pasado lejano, no sabría decir si poco glorioso o privilegiado. Seguramente ambas. 
 
Algo ha cambiado y a la vez nada. Quisiera poder asimilar con más calma el momento de haber vuelto aquí tanto tiempo después, aunque esta vez yo solo y en bicicleta, pero una gran manifestación de gente ante mí —cientos, quizá miles, no sabría cuántos con exactitud— avanza por la carretera en dirección opuesta de donde vengo, ocupando un carril completo. El hombre que encabeza la marcha, de la mano de otros hombres y mujeres, lleva sombrero calentano y collares de flores. Hay música, cuetes, pancartas… Una de ellas, hasta el frente, dice algo como: Tierra Colorada va con Félix.
 
Hoy es 3 de enero de 2021. El reloj marca las 18 horas. 
 
 
 
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Por los caminos del sur, 2: de Taxco a Mezcala

on martes, 26 de enero de 2021

 

No te sirve de nada escarbar un poco con una azada. 

Tienes que cavar hondo hasta lo más profundo. 

Hasta llegar a la violencia y el amor.

Tienes que perderte en la tierra. Tienes que convertirte en abono.

Tienes que convertirte en la lluvia y el sol.

 

— A años luz (Alain Tanner, 1981)

 

 

1

 

Desde el momento en que decidí pedalear en dirección a Guerrero sólo pensaba en dos cosas: tomarme una Yoli de botella de vidrio y averiguar a partir de dónde podía conseguirse, en el mercado o donde se pudiera, un buen vaso de chilate. Así que, con esta idea en mente desde el primer minuto, me levanto el segundo día, en Taxco, y cargo la bici con mis chucherías para continuar pedaleando.

 

Antes que cualquier cosa, voy por un desayuno al mercado, que parece que abre tarde porque la fonda donde comí el día anterior apenas va poniendo la mesa y los puestos circundantes continúan cerrados. Consigo tomar café con pan y decido esperarme hasta llegar a Iguala para comer algo más consistente. Aunque no de forma certera, sé que me espera una buena bajada, lo cual juega a mi favor. Fácilmente estaré allá en un par de horas, así que no hay de qué preocuparse en este sentido.

 

Salgo, pues, de Taxco apretando bien los frenos. En este lugar, cualquier esquina es la Casa del Tío Chueco y las calles empedradas no prometen ser de gran ayuda para mantener el equilibrio y los dientes en su lugar. Ya en la carretera me detengo, para no variar, en un Oxxo®. Compro agua y continúo en la dirección trazada.

 

Este tramo es una aventura como pocas: los aproximadamente 15 km de descenso abrupto y las curvas cerradas le recuerdan a uno por qué la felicidad tiene dos ruedas. No quisiera tener que venir en sentido contrario, pero a los ciclistas que entrenan para medírsela —hablo de la bici— en las carreritas este lugar les vendría muy bien. Ahí se los dejo de tarea.

 

Lo primero que encuentro una vez que termina el descenso abrupto es una capilla dedicada a la virgen de Juquila. Es una parada natural por el cambio en el declive del terreno. Mientras voy bajando puedo constatar la elevación en la que me encuentro y cómo la voy perdiendo fatalmente. Pero la bajada aquí no termina: la carretera sigue inclinándose hasta llegar a Taxco el Viejo, un lugar de una tranquilidad y frescura muy agradables, paralelo al cual hay una gran cordillera, y a sus pies, un río que viene bajando desde Huajojutla, por donde pasé un día antes.

 

El descenso sigue hasta llegar a la desviación hacia Temaxcalapa, otra encrucijada conocida por tres razones: 1) justo en ese entronque hay un campus de la Universidad Politécnica de Guerrero; 2) poco antes se encuentra un puente de piedra que recibe su nombre de la comunidad donde se encuentra, Puente Campuzano; pero, sobre todo, porque 3) ahí mismo está el famoso Pozo de Meléndez, una grieta en el suelo, de unos cinco metros de diámetro, que, según se dice, no tiene fondo. Para los que vayan en dirección al Infierno, les informo que aquí está la entrada. De hecho también se le conoce como La boca del Diablo. Ahora ya lo saben.

 

2

 

A partir de ahí tengo que pedalear un poco de subida, pero rápidamente comienzo a bajar de nuevo. Por el declive, pronto llego a Mexcaltepec y, más adelante, a El Naranjo, que también tiene un bonito atractivo turístico: el Puente de la Mano o Puente de la S. Se trata de un puente de metal construido a unos treinta o cuarenta metros de altura sobre el río San Juan, que discurre (el río) por un cañón que termina abruptamente de cara al valle por el que vengo bajando. El puente no era para automóviles sino para el antiguo tren que conectaba Cuernavaca con Puente de Ixtla, Buena Vista de Cuéllar, Iguala y Nuevo Balsas, su último destino.

 

De ahí al siguiente destino son unos cuantos kilómetros nada más. Iguala es un pueblo bicicletero con todas las de la ley: no es precisamente Amsterdam, pero adonde quiera que uno voltee hay alguien pedaleando una bici. Es cierto que hace un calor infernal. Lo que no acabo de entender es por qué se pedalea tanto en esta ciudad si, según dicen los antibici, es imposible pedalear con 40º. Lo que pienso es que en realidad éstos (los antibici) sólo se niegan a bajarse del carro. Lo cual está bien, si eso quieren. Pero de ahí a que justifiquen su decisión pretendiendo negar —con el pretexto del calor— que algo pueda o no hacerse, hay una gran diferencia. No es que no pueda hacerse: es que ellos no quieren hacerlo. Lo feo del asunto es que ese mismo argumento falaz se usa para justificar que no haya planes ni políticas a favor de la movilidad alternativa. En fin.

 

Entrando a la ciudad busco un puesto de barbacoa. Como dijera Gómez de la Serna: El consomé es un agua bendita caliente. Le faltó decir: Y los tacos de maciza son el cuerpo de… etcétera. Para mi mala fortuna no encuentro nada. He de conformarme con tacos de canasta en la salida hacia la carretera federal. Este tramo en la entrada a Iguala puede resultar muy hostil para los ciclistas. Se me ocurre pedalear por los carriles centrales, demasiado angostos y pensados para que los automovilistas sueñen que están en el autódromo. Es mejor ir por las laterales, que afortunadamente las hay. En la entrada a la ciudad, otro retén. Hago nuevamente el saludo amable a los agentes de la Guardia Nacional, que no sólo no me detienen, sino que incluso uno de ellos me dice amablemente: «¡Que le vaya bien!». Así es como uno quisiera que lo trataran siempre.

 

De aquí en adelante el camino es, en general, una línea recta con un puñado de curvas, ligeros ascensos y muchos descensos que ayudan a avanzar a buen ritmo. De forma específica, uno sale de Iguala subiendo, pero en general, en esta dirección, uno va de bajada.

 

 3

 

Desde el día anterior definí una estrategia de ir avanzando por pequeñas etapas de entre 10, 15 y hasta 20 km, para detenerme a beber agua, acomodar cosas, descansar un poco, destaparme o cubrirme del sol, calcular el tramo restante al próximo pueblo, detenerme a hablar con alguien o lo que haga falta.

 

Hay cuatro paradas entre Iguala y Mezcala: Zacacoyuca, Sabana Grande, Tonalapa del Sur y Xalitla. En la primera me detengo para embarrarme bloqueador. Cuando estoy a punto de montar la bici un lugareño se me acerca a formularme preguntas existenciales: de dónde vengo, adónde voy… Le digo que vengo de Iguala y antes de Taxco y antes de Cuernavaca. Se sorprende y dice que ya quisiera él “poder hacer algo así", y me expresa su admiración por lo que hago. No me da tiempo de explicarle que podría hacerlo si quisiera; que yo no soy ningún gran atleta y que cualquiera puede subirse a una bici y pedalear adonde le plazca; que salir a rodar por las carreteras a un destino lejano puede ser una experiencia fantástica e inolvidable; que hay que intentar esquivar el miedo que quieren que tengamos, y un montón de cosas más. Pero sólo me sale de la boca: «Gracias». Tal vez con eso baste.

 

El siguiente pueblo por el que paso de largo es Sabana Grande. En realidad sólo es un puñado de casas, como muchos de los pueblos que voy viendo en el trayecto. En mi caso, me producen un gran asombro y perplejidad. Quiero pensar que la gente que vive en estos lugares más o menos alejados de la ciudad más próxima —en este caso Iguala— vive aún de trabajar en el campo, de mantener ganado, de producir artesanías o alguna otra actividad que uno como citadino ni siquiera soñaría en tener como ocupación. La precariedad de su misma forma de sustento, de sus ingresos, se refleja en el entorno: rústico, precario, muchas veces descuidado. Pero, como siempre, lo que no se ve es lo más importante.

 

Recuerdo mi primer cicloviaje en el Viacrucis Bicicletero. La última parada fue el pueblo de Xantiopan, en la Sierra de Huautla. Estando en el lugar conversábamos sobre la necesidad apremiante de requerir atención médica urgente estando en el lugar. Ocurre que el centro de salud más cercano se encuentra hasta Jojutla o, en el mejor de los casos, en Huautla. Pero el trayecto desde ahí en automóvil puede tomar hasta tres horas. Es necesario desplazarse una gran distancia para cualquier actividad importante: estudiar, acudir al médico, hacer algún trámite, comprar cualquier cosa que uno necesite, a veces incluso conseguir alimento. La distancia es un obstáculo pero también las condiciones del camino y casi siempre la capacidad económica. Entonces hay quienes podrán viajar en un automóvil propio o en el transporte público, pero igual habrá quienes lo hagan a lomo de mula e incluso a pie.

 

Eso es lo que veo al pasar por aquí, así a lo lejos. Hay un poco de viento en contra pero el camino sigue en línea recta y bajando poco a poco. Estoy, metafóricamente hablando, en una constante caída. Desde Iguala, la carretera es de un solo carril de idea y uno de vuelta, pero ambos tienen al menos 1.5 m de acotamiento. Parece haber muchos carros en ambos sentidos, pero aparentemente sólo es tránsito local. Repentinamente descubro que circulan muchos camiones de carga pero pocos autobuses de pasajeros. Pero no es que la gente se esté quedando en su casa como les han pedido: rápido me doy cuenta de que todos se van por la Autopista del Sol.

 

4

 

Luego de algunos kilómetros comienzo a sentir un pedaleo errático. Parece que la bici avanza menos y de pronto se tambalea la llanta trasera. A la distancia hay un letrero: Tecuexcontitlán. A la primera sombra que veo me detengo, justo en el entronque. Tres lugareños negocian ahí mismo el precio de unas artesanías. Los saludo a la distancia y me instalo en el portal de una tienda abandonada. El sol y el calor están en su punto de ebullición. Nunca agradeceremos lo suficiente la sombra que nos obsequian los árboles. Le doy mate a la botella de agua y lamento no haberme detenido a comprar más. Vengo tan tranquilo y de pronto estoy sin agua y con una llanta ponchada.

 

La llanta trasera ha venido perdiendo aire. No está del todo desinflada pero más vale arreglarla. Hay varios problemas en estos casos: tener que bajar toda la carga de la bici, arreglar la cámara ponchada y, sobre todo, encontrar la causa de la ponchadura. Por más que la busco nunca la encuentro, sólo unas pequeñas astillas que más bien parecen desgarraduras internas de la cubierta. Si éste es el problema, la llanta ya no da para mucho. Otro descuido imperdonable. La vuelvo a montar así, arriesgándome a que, medio kilómetro después, me vuelva a ponchar la cámara. Mientras hago las maniobras de mecánico entran y salen del pueblo carros particulares y combis de pasajeros. Invariablemente todos voltean a ver al extranjero, algunos disimuladamente, otros con auténtica curiosidad, algunos incluso me saludan. Mi primer pensamiento en estos casos es que no hay de qué preocuparse.

 

Trepo las cosas a la bici otra vez y regreso al camino. Unos metros adelante hay un mesón. Me detengo a comprar agua simple y un shot de agua con azúcar bien fría. Sigo. Metros más adelante hay una vulcanizadora al otro lado de la carretera. Me doy la vuelta para echarle más aire a la llanta porque nunca consigo llenarla completamente con la bomba manual y no quiero que se ponche otra vez por venir muy aguada.

 

En la vulcanizadora, el talachero está tan ennegrecido como un carbonero. Descansa a pierna suelta en una silla desvencijada a la entrada de la casa, que se ve tan oscura como él, aguantando el calor, hundido en la viscosidad del andar parsimonioso del tiempo y esperando que algún camionero ocupe de sus servicios en este páramo inhóspito. Me recuerda aquella escena de A años luz donde el loco Yoshka Poliakoff le ordena a Jonás atender un despachador de gasolina vacío en una carretera por donde nadie transita.

 

Hay otras tres o cuatro casas cerca de aquí y eso es todo. Viendo el mapa descubro dos pueblos próximos: Palula y Venta de Palula. Además se encuentra Tonalapa del Sur, adonde estoy próximo a llegar. Mientras acerco la bici al compresor para echarle aire, una niña tan sucia como el talachero se asoma a la puerta de la casa cargando un peluche desaliñado. No logro descifrar si su expresión es triste o soñolienta. Le doy una moneda al talachero y vuelvo a la carretera.

 

El último pueblo que me falta pasar antes de llegar a Mezcala es Xalitla. Está en una extensa curva, antes de la cual hay una desviación hacia la izquierda. El letrero dice: Ahuelicán. Veo a lo lejos una grieta transversal en el cerro, aunque esta vez tengo la certeza de que no debo ir hacia allá. Si se busca en Google Maps —hay una foto tomada desde esa carretera, muy bonita— se alcanza a ver la línea del camino cortando la abundante vegetación en el cerro. Pero mientras estoy aquí sólo veo un cerro pelón cociéndose bajo el calor infernal del medio día. Ni qué decir de la grieta, una carretera que debe estar tan empinada que, si acaso uno alcanza la cima en algún momento, al hacerlo estará más frito que una mojarra en aceite hirviendo.

 

Pues eso, un infierno —nomás que éste a ras de suelo, no como aquel al que se entra por una gruta natural—, como lo es también el camino por el que ando… Me explico: desde que comencé a pedalear ayer he ido constatando, cada vez con mayor regularidad, que la carretera es un cementerio de fauna silvestre: aves principalmente (desde colibrís hasta murciélagos), ardillas, ratas de campo, tlacuaches, serpientes… Y uno que otro perro o gato desafortunado que en mal momento quiso atravesar por aquí. Todos aplastados o agonizantes o inflándose como globos y con la lengua y las tripas de fuera, en la cuneta o sobre el acotamiento. No pude ni quise detenerme a fotografiar cada uno de los que veía, pero una buena colección sí hubiera conseguido. Nadie los extrañará. De hecho, dudo que alguien se haya preguntado alguna vez si esto ocurre y cómo podría resolverse. Uno se asombraría por ver atropellado un puma o una vaca, pero, ¿a quién le importa una mísera lagartija o una insignificante tórtola? A nadie, evidentemente.

 

A la salida del pueblo hay un parador turístico de artesanías. Los artesanos, indígenas provenientes de los pueblos de la región, esperan con infinita paciencia que los turistas se detengan a comprarles. Para su mala fortuna, todo parece un poco abandonado a causa del poco tránsito que hay en esta carretera y otro tanto por la pandemia. Más adelante, otra desviación, esta vez hacia San Juan Tetelcingo. Tras una docena de curvas y sin mayores novedades en el camino, me encuentro de súbito ante mí con el puente sobre el río Balsas. No se parece mucho al soberbio Puente Mezcala que pasa por la Autopista del Sol, ni en extensión ni mucho menos en altura, pero igual es distinto a todo lo demás que he visto en el camino hasta ahora. A causa del río.

 

Para mí hay algo misterioso y excepcional en los ríos. No sólo representan la vida y el sustento para una gran cantidad de flora y fauna, sino también para las comunidades humanas. Son una fuerza natural muy poderosa, pero también religiosa, cultural, social, económica y hasta política. Esta presencia eterna, que no cesa de moverse sigilosa entre las cordilleras, es una de las más grandes de México. Tiene una longitud de mil kilómetros, que inicia en Tlaxcala, atraviesa una parte de Puebla, cruza la parte norte de Guerrero y desemboca en Michoacán. Drena cinco estados, entre los que hay que agregar, aparte de los mencionados, a Morelos, Veracruz y Jalisco. La cuenca de este río es tan grande que el estado de donde vengo, Morelos, se encuentra por completo inmerso en ella.

 

Así que éste es un sitio donde hay que detenerse: a nadar, a comer o a pernoctar. Yo sólo hago lo último. No usaré la tienda de campaña, nuevamente para descansar más cómodo si existe la posibilidad de hacerlo, aunque quizá lamente haber dejado ir la oportunidad de irme quedando dormido al anochecer y de despertar al día siguiente al lado del río.


***


Es hora de salir, a barrer la entrada o a pedalear.
En Taxco siempre es de subida o de bajada, no hay pierde.
Ese cerro que se ve al fondo es el Huixteco. Y pensar que soñaba con llegar ahí.
Mi pasatiempo favorito es tomarle fotos a la bici en un Oxxo.
Aquí, bajo la luna.
Y aquí, bajo el sol.
Y a la sombra.
Ante el río.
 Segunda parada.
 





 

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