No te sirve de nada escarbar un poco con una azada.
Tienes que cavar hondo hasta lo más profundo.
Hasta llegar a la violencia y el
amor.
Tienes
que perderte en la tierra. Tienes que convertirte en abono.
Tienes
que convertirte en la lluvia y el sol.
— A años luz (Alain Tanner, 1981)
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Desde el momento en que decidí pedalear
en dirección a Guerrero sólo pensaba en dos cosas: tomarme una Yoli de botella de vidrio y averiguar a partir de dónde podía conseguirse, en el mercado o donde
se pudiera, un buen vaso de chilate. Así que, con esta idea en mente desde el
primer minuto, me levanto el segundo día, en Taxco, y cargo la bici con mis chucherías para continuar pedaleando.
Antes que cualquier cosa, voy por un
desayuno al mercado, que parece que abre tarde porque la fonda donde comí el
día anterior apenas va poniendo la mesa y los puestos circundantes continúan
cerrados. Consigo tomar café con pan y decido esperarme hasta llegar a Iguala
para comer algo más consistente. Aunque no de forma certera, sé que me espera
una buena bajada, lo cual juega a mi favor. Fácilmente estaré allá en un par de
horas, así que no hay de qué preocuparse en este sentido.
Salgo, pues, de Taxco apretando bien
los frenos. En este lugar, cualquier esquina es la Casa del Tío Chueco y las
calles empedradas no prometen ser de gran ayuda para mantener el equilibrio y
los dientes en su lugar. Ya en la carretera me detengo, para no variar, en un
Oxxo®. Compro agua y continúo en la dirección trazada.
Este tramo es una aventura como pocas:
los aproximadamente 15 km de descenso abrupto y las curvas cerradas le recuerdan a uno por
qué la felicidad tiene dos ruedas. No quisiera tener que venir en sentido
contrario, pero a los ciclistas que entrenan para medírsela —hablo de la bici—
en las carreritas este lugar les vendría muy bien. Ahí se los dejo de tarea.
Lo primero que encuentro una vez que
termina el descenso abrupto es una capilla dedicada a la virgen de Juquila. Es
una parada natural por el cambio en el declive del terreno. Mientras voy bajando
puedo constatar la elevación en la que me encuentro y cómo la voy perdiendo
fatalmente. Pero la bajada aquí no termina: la carretera sigue inclinándose
hasta llegar a Taxco el Viejo, un lugar de una tranquilidad y frescura muy
agradables, paralelo al cual hay una gran cordillera, y a sus pies, un río que
viene bajando desde Huajojutla, por donde pasé un día antes.
El descenso sigue hasta llegar a la
desviación hacia Temaxcalapa, otra encrucijada conocida por tres razones: 1) justo
en ese entronque hay un campus de la Universidad Politécnica de Guerrero; 2) poco
antes se encuentra un puente de piedra que recibe su nombre de la comunidad
donde se encuentra, Puente Campuzano; pero, sobre todo, porque 3) ahí mismo está
el famoso Pozo de Meléndez, una grieta en el suelo, de unos cinco metros de
diámetro, que, según se dice, no tiene fondo. Para los que vayan en dirección al
Infierno, les informo que aquí está la entrada. De hecho también se le conoce como La boca del
Diablo. Ahora ya lo saben.
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A partir de ahí tengo que pedalear un
poco de subida, pero rápidamente comienzo a bajar de nuevo. Por el declive,
pronto llego a Mexcaltepec y, más adelante, a El Naranjo, que también tiene un
bonito atractivo turístico: el Puente de la Mano o Puente de la S. Se trata de
un puente de metal construido a unos treinta o cuarenta metros de altura sobre
el río San Juan, que discurre (el río) por un cañón que termina abruptamente de
cara al valle por el que vengo bajando. El puente no era para automóviles sino
para el antiguo tren que conectaba Cuernavaca con Puente de Ixtla, Buena Vista
de Cuéllar, Iguala y Nuevo Balsas, su último destino.
De ahí al siguiente destino son unos
cuantos kilómetros nada más. Iguala es un pueblo bicicletero con todas las de
la ley: no es precisamente Amsterdam, pero adonde quiera que uno voltee hay
alguien pedaleando una bici. Es cierto que hace un calor infernal. Lo que no
acabo de entender es por qué se pedalea tanto en esta ciudad si, según dicen
los antibici, es imposible pedalear con 40º. Lo que pienso es que en realidad éstos
(los antibici) sólo se niegan a bajarse del carro. Lo cual está bien, si eso
quieren. Pero de ahí a que justifiquen su decisión pretendiendo negar —con el
pretexto del calor— que algo pueda o no hacerse, hay una gran diferencia. No es
que no pueda hacerse: es que ellos no quieren hacerlo. Lo feo del asunto es que
ese mismo argumento falaz se usa para justificar que no haya planes ni
políticas a favor de la movilidad alternativa. En fin.
Entrando a la ciudad busco un puesto de
barbacoa. Como dijera Gómez de la Serna: El consomé es un agua bendita caliente. Le faltó decir: Y los tacos de maciza son el cuerpo de… etcétera. Para mi mala fortuna no encuentro nada. He de conformarme con tacos de canasta en la salida
hacia la carretera federal. Este tramo en la entrada a Iguala puede resultar
muy hostil para los ciclistas. Se me ocurre pedalear por los carriles
centrales, demasiado angostos y pensados para que los automovilistas sueñen que
están en el autódromo. Es mejor ir por las laterales, que afortunadamente las
hay. En la entrada a la ciudad, otro retén. Hago nuevamente el saludo amable a
los agentes de la Guardia Nacional, que no sólo no me detienen, sino que incluso
uno de ellos me dice amablemente: «¡Que le vaya bien!». Así es como uno
quisiera que lo trataran siempre.
De aquí en adelante el camino es, en
general, una línea recta con un puñado de curvas, ligeros ascensos y muchos
descensos que ayudan a avanzar a buen ritmo. De forma específica, uno sale de
Iguala subiendo, pero en general, en esta dirección, uno va de bajada.
3
Desde el día anterior definí una estrategia de ir avanzando por pequeñas etapas
de entre 10, 15 y hasta 20 km, para detenerme a beber agua, acomodar cosas,
descansar un poco, destaparme o cubrirme del sol, calcular el tramo restante al
próximo pueblo, detenerme a hablar con alguien o lo que haga falta.
Hay cuatro paradas entre Iguala y
Mezcala: Zacacoyuca, Sabana Grande, Tonalapa del Sur y Xalitla. En la primera
me detengo para embarrarme bloqueador. Cuando estoy a punto de montar la bici
un lugareño se me acerca a formularme preguntas existenciales: de dónde vengo,
adónde voy… Le digo que vengo de Iguala y antes de Taxco y antes de Cuernavaca.
Se sorprende y dice que ya quisiera él “poder hacer algo así", y me expresa su
admiración por lo que hago. No me da tiempo de explicarle que podría hacerlo si
quisiera; que yo no soy ningún gran atleta y que cualquiera puede subirse a una
bici y pedalear adonde le plazca; que salir a rodar por las carreteras a un
destino lejano puede ser una experiencia fantástica e inolvidable; que hay que
intentar esquivar el miedo que quieren que tengamos, y un montón de cosas más.
Pero sólo me sale de la boca: «Gracias». Tal vez con eso baste.
El siguiente pueblo por el que paso de
largo es Sabana Grande. En realidad sólo es un puñado de casas, como muchos de
los pueblos que voy viendo en el trayecto. En mi caso, me producen un gran
asombro y perplejidad. Quiero pensar que la gente que vive en estos lugares más
o menos alejados de la ciudad más próxima —en este caso Iguala— vive aún de
trabajar en el campo, de mantener ganado, de producir artesanías o alguna otra
actividad que uno como citadino ni siquiera soñaría en tener como ocupación. La
precariedad de su misma forma de sustento, de sus ingresos, se refleja en el
entorno: rústico, precario, muchas veces descuidado. Pero, como siempre, lo que
no se ve es lo más importante.
Recuerdo mi primer cicloviaje en el
Viacrucis Bicicletero. La última parada fue el pueblo de Xantiopan, en la
Sierra de Huautla. Estando en el lugar conversábamos sobre la necesidad apremiante de requerir atención médica urgente estando en el lugar. Ocurre que el centro
de salud más cercano se encuentra hasta Jojutla o, en el mejor de los casos, en
Huautla. Pero el trayecto desde ahí en automóvil puede tomar hasta tres horas. Es
necesario desplazarse una gran distancia para cualquier actividad importante:
estudiar, acudir al médico, hacer algún trámite, comprar cualquier cosa que uno
necesite, a veces incluso conseguir alimento. La distancia es un obstáculo pero
también las condiciones del camino y casi siempre la capacidad económica. Entonces hay quienes podrán viajar en un automóvil propio o en el transporte público, pero igual habrá quienes lo hagan a lomo de mula e
incluso a pie.
Eso es lo que veo al pasar por aquí,
así a lo lejos. Hay un poco de viento en contra pero el camino sigue en línea
recta y bajando poco a poco. Estoy, metafóricamente hablando, en una constante
caída. Desde Iguala, la carretera es de un solo carril de idea y uno de vuelta,
pero ambos tienen al menos 1.5 m de acotamiento. Parece haber muchos carros en
ambos sentidos, pero aparentemente sólo es tránsito local. Repentinamente
descubro que circulan muchos camiones de carga pero pocos autobuses de
pasajeros. Pero no es que la gente se esté quedando en su casa como les han
pedido: rápido me doy cuenta de que todos se van por la Autopista del Sol.
4
Luego de algunos kilómetros comienzo a
sentir un pedaleo errático. Parece que la bici avanza menos y de pronto se
tambalea la llanta trasera. A la distancia hay un letrero: Tecuexcontitlán. A
la primera sombra que veo me detengo, justo en el entronque. Tres lugareños
negocian ahí mismo el precio de unas artesanías. Los saludo a la distancia y me
instalo en el portal de una tienda abandonada. El sol y el calor están en su
punto de ebullición. Nunca agradeceremos lo suficiente la sombra que nos
obsequian los árboles. Le doy mate a la botella de agua y lamento no haberme
detenido a comprar más. Vengo tan tranquilo y de pronto estoy sin agua y con
una llanta ponchada.
La llanta trasera ha venido perdiendo
aire. No está del todo desinflada pero más vale arreglarla. Hay varios
problemas en estos casos: tener que bajar toda la carga de la bici, arreglar la
cámara ponchada y, sobre todo, encontrar la causa de la ponchadura. Por más que
la busco nunca la encuentro, sólo unas pequeñas astillas que más bien parecen
desgarraduras internas de la cubierta. Si éste es el problema, la llanta ya no
da para mucho. Otro descuido imperdonable. La vuelvo a montar así,
arriesgándome a que, medio kilómetro después, me vuelva a ponchar la cámara.
Mientras hago las maniobras de mecánico entran y salen del pueblo carros
particulares y combis de pasajeros. Invariablemente todos voltean a ver al
extranjero, algunos disimuladamente, otros con auténtica curiosidad, algunos
incluso me saludan. Mi primer pensamiento en estos casos es que no hay de qué
preocuparse.
Trepo las cosas a la bici otra vez y
regreso al camino. Unos metros adelante hay un mesón. Me detengo a comprar agua
simple y un shot de agua con azúcar
bien fría. Sigo. Metros más adelante hay una vulcanizadora al otro lado de la
carretera. Me doy la vuelta para echarle más aire a la llanta porque nunca consigo
llenarla completamente con la bomba manual y no quiero que se ponche otra vez
por venir muy aguada.
En la vulcanizadora, el talachero está
tan ennegrecido como un carbonero. Descansa a pierna suelta en una silla
desvencijada a la entrada de la casa, que se ve tan oscura como él, aguantando
el calor, hundido en la viscosidad del andar parsimonioso del tiempo y
esperando que algún camionero ocupe de sus servicios en este páramo inhóspito. Me
recuerda aquella escena de A años luz
donde el loco Yoshka Poliakoff le ordena a Jonás atender un despachador de
gasolina vacío en una carretera por donde nadie transita.
Hay otras tres o cuatro casas cerca de
aquí y eso es todo. Viendo el mapa descubro dos pueblos próximos: Palula y
Venta de Palula. Además se encuentra Tonalapa del Sur, adonde estoy próximo a llegar. Mientras acerco la bici
al compresor para echarle aire, una niña tan sucia como el talachero se asoma a
la puerta de la casa cargando un peluche desaliñado. No logro descifrar si su expresión es triste o soñolienta. Le doy una moneda al talachero y vuelvo a la
carretera.
El último pueblo que me falta pasar
antes de llegar a Mezcala es Xalitla. Está en una extensa curva, antes de la
cual hay una desviación hacia la izquierda. El letrero dice: Ahuelicán. Veo a
lo lejos una grieta transversal en el cerro, aunque esta vez tengo la certeza
de que no debo ir hacia allá. Si se busca en Google Maps —hay una foto tomada desde esa carretera, muy bonita— se alcanza a ver la línea del camino cortando
la abundante vegetación en el cerro. Pero mientras estoy aquí sólo veo un cerro
pelón cociéndose bajo el calor infernal del medio día. Ni qué decir de la
grieta, una carretera que debe estar tan empinada que, si acaso uno alcanza la
cima en algún momento, al hacerlo estará más frito que una mojarra en aceite hirviendo.
Pues eso, un infierno —nomás que éste a ras de suelo, no como aquel al que se entra
por una gruta natural—, como lo es también el camino por el que ando… Me
explico: desde que comencé a pedalear ayer he ido constatando, cada vez con
mayor regularidad, que la carretera es un cementerio de fauna silvestre: aves
principalmente (desde colibrís hasta murciélagos), ardillas, ratas de campo,
tlacuaches, serpientes… Y uno que otro perro o gato desafortunado que en mal
momento quiso atravesar por aquí. Todos aplastados o agonizantes o inflándose
como globos y con la lengua y las tripas de fuera, en la cuneta o sobre el
acotamiento. No pude ni quise detenerme a fotografiar cada uno de los que veía,
pero una buena colección sí hubiera conseguido. Nadie los extrañará. De hecho,
dudo que alguien se haya preguntado alguna vez si esto ocurre y cómo podría
resolverse. Uno se asombraría por ver atropellado un puma o una vaca, pero, ¿a
quién le importa una mísera lagartija o una insignificante tórtola? A nadie,
evidentemente.
A la salida del pueblo hay un parador turístico de artesanías. Los artesanos, indígenas provenientes de los pueblos de
la región, esperan con infinita paciencia que los turistas se detengan a
comprarles. Para su mala fortuna, todo parece un poco abandonado a causa del
poco tránsito que hay en esta carretera y otro tanto por la pandemia. Más
adelante, otra desviación, esta vez hacia San Juan Tetelcingo. Tras una docena
de curvas y sin mayores novedades en el camino, me encuentro de súbito ante mí
con el puente sobre el río Balsas. No se parece mucho al soberbio Puente Mezcala que pasa por la Autopista del Sol, ni en extensión ni mucho menos en
altura, pero igual es distinto a todo lo demás que he visto en el camino hasta
ahora. A causa del río.
Para mí hay algo misterioso y excepcional en los
ríos. No sólo representan la vida y el sustento para una gran cantidad de flora
y fauna, sino también para las comunidades humanas. Son una fuerza natural muy
poderosa, pero también religiosa, cultural, social, económica y hasta política.
Esta presencia eterna, que no cesa de moverse sigilosa entre las cordilleras,
es una de las más grandes de México. Tiene una longitud de mil kilómetros, que
inicia en Tlaxcala, atraviesa una parte de Puebla, cruza la parte norte de Guerrero
y desemboca en Michoacán. Drena cinco estados, entre los que hay que agregar,
aparte de los mencionados, a Morelos, Veracruz y Jalisco. La cuenca de este río
es tan grande que el estado de donde vengo, Morelos, se encuentra por completo
inmerso en ella.
Así que éste es un sitio donde hay que
detenerse: a nadar, a comer o a pernoctar. Yo sólo hago lo último. No usaré la tienda
de campaña, nuevamente para descansar más cómodo si existe la posibilidad de
hacerlo, aunque quizá lamente haber dejado ir la oportunidad de irme quedando
dormido al anochecer y de despertar al día siguiente al lado del río.
***
Es hora de salir, a barrer la entrada o a pedalear.
En Taxco siempre es de subida o de bajada, no hay pierde.
Ese cerro que se ve al fondo es el Huixteco. Y pensar que soñaba con llegar ahí.
Mi pasatiempo favorito es tomarle fotos a la bici en un Oxxo.